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¿A qué llamamos clásicos? Por Jazmín Carbonell

Durante todos los meses de confinamiento, las relecturas y revisiones de los clásicos se volvieron una cita frecuente. Volver a las fuentes; tener el tiempo para releer, o acaso leer algunas obras que nos habían quedado pendientes, de autores como Shakespeare o incluso revisitar a los griegos. Y entonces la pregunta apareció: ¿qué convierte a una obra en un clásico? ¿Qué hace que un puñado de obras se conviertan en hitos ineludibles de la cultura y que otras tantas queden en los estantes de las bibliotecas acumulando polvo y corriendo mucha menos suerte?

Tratándose de piezas que tienen centenares de años, los interrogantes acerca de su vigencia, de su capacidad de seguir hablando del presente, de interpelarnos parecen un misterio sin resolver. ¿Qué tienen estos tiempos de parecido con aquellos en los que el teatro era al aire libre, la electricidad ni siquiera se asomaba, las mujeres no tenían el permiso de actuar, ni siquiera en algunos casos de asistir a los espectáculos? Prácticamente nada. Los conflictos de las obras muchas veces incluían reinados en disputa, príncipes en peligro. Y, sin embargo, sus palabras resuenan actuales, sus historias son imperecederas.

Ser o no ser, esa es la cuestión. Una pregunta sencilla, al menos en apariencia, pero que lleva más de cuatrocientos años propiciando debates. El joven Hamlet, el célebre personaje shakesperiano, duda. No es un héroe clásico. No tiene claridad en sus acciones. La aparición del espectro de su padre lo pone en el abismo y en lugar de salir de prisa a matar a su tío Claudio que de manera vil y traicionera ocupa el lugar de su padre apenas muerto, Hamlet se pregunta si debe o no debe hacerlo; si acaso no debe matarse, dejar de existir y terminar con estas inquietudes. Algo de esa duda respecto a sus actos mantiene su vigencia hasta nuestros días. Nos sentimos más cerca de sus preguntas que de las certezas. Algo parecido sucede con Antígona al oponerse a su tío, Creonte, que no quiere darle correcta sepultura a su hermano Polinices. Ellos deben ir contra el orden establecido, pero lo hacen como pueden. Con sus contradicciones, con sus reflexiones y, sobre todo, con sus miedos. Preguntas que esperan su respuesta; que cada tiempo y contexto le otorgan distintas refutaciones, miradas complementarias o incluso por momentos casi contrarias. Eso es un clásico: una obra llena de preguntas, llena de agujeros que deben ser llenados y completados. Materiales porosos que invitan a entrar en sus mundos.

Nuestros héroes se equivocan. Hamlet mata por error a Polonio, deja morir a Ofelia por amor, pierde a sus amigos; Edipo se casa con su madre sin saberlo; Antígona se mata cuando se siente sin escapatoria; Segismundo en la obra magistral La vida es sueño de Calderón de la Barca se pregunta qué es la vida, si acaso es un sueño. Preguntas existenciales que inauguran el pensamiento subjetivo, que le abren paso al individuo.

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Cuando en 1879 se estrenó la modernísima obra del noruego Ibsen, Casa de muñecas, fue tan escandaloso el personaje de Nora, aquella mujer que se sentía insatisfecha en su vida matrimonial y decide abandonar la casa familiar para encontrarse consigo misma, que durante los años posteriores a su estreno en las reuniones sociales se repartían papeles con la frase «abstenerse de hablar de Nora». El propio Ibsen tuvo que salir a decir que su obra no era un alegato feminista para calmar un poco las aguas que se habían revuelto a más no poder. Todo se podía pensar salvo el hecho de que una madre dejase a sus hijos.

Mientras Nora iba contra la corriente motivada por deseos personales, Hamlet dudaba, Iván, el célebre Tío Vania, sufría buscando la razón de su existir, como Blanche Dubois, y Antígona perdía la vida persiguiendo la justicia, a nosotros nos acompañaban con sus pensamientos nihilistas y existenciales. Con esas dudas y revoluciones internas estos personajes pasaban a la inmortalidad al tiempo que se volvían ejemplos cercanos en los que podíamos identificarnos y descansar en sus dudas y desdichas.


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