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  • Juan Pablo Trombetta

Amaba a todo el mundo, pero a nadie en particular. Por Nico Sujo

Esa mañana me levanté antes que ella, como de costumbre. Le dejé una nota en la libreta donde decía que bajaba a comprar leche y otras cosas al supermercado de la esquina. Volví con comida y con su flor preferida, un girasol. Le encantó, lo puso en la ventana y escribió un poema. Se quedó mirando la planta un largo rato, hasta que la agarré de la cintura, le di un beso y nos fuimos desnudando hacia el sillón. El departamento que alquilamos esos días de vacaciones era un espacio chico, un living comedor, un cuarto y una cocina. Todo decorado con estilo entre hindú y hippie con osde. Un pequeño buda de madera habitaba un hueco en la pared del living, y en la habitación colgaba una bandera grande de color beige con una flor de loto negra.

El día siguió como cualquier otro, llegamos de la mano a la playa de Leblon, en Rio de Janeiro. Yo cargaba una sombrilla, y ella una botella con agua y un sándwich de mantequilla de maní y dulce de arándanos. Decidimos que nos íbamos a quedar en un espacio libre cerca del mar, yo me hice el canchero clavando la sombrilla y ella se rió distraída. Busqué al hombre que alquilaba las sillas con la mirada, y cuando lo encontré lo saludé y le pedí que nos trajera dos sillas con la mano derecha. El señor vino rápido y acomodó las dos sillas a los costados de la sombrilla.

Ni bien se sentó, ella sacó su libro y me preguntó si yo quería el mío. Sabía que la respuesta era sí, me dio mi libro antes de que terminara de contestarle. Yo estaba leyendo “Cuna de Gato”, de Vonnegut. En mi cabeza, ella era igual a Mona Aamons: hermosa, distante y de un país muy lejano. Y así como John, el protagonista, se casa con una Mona que no lo ama, yo estaba en Brasil con toda la inseguridad de no saber qué sentía ella por mi. Sí, era mi novia. Sí, se había tomado un avión solo para verme. Eran pistas fuertes, pero había algo más. Un abismo cultural impenetrable.

Leímos en silencio por un rato largo, cada tanto yo bajaba mi libro y buscaba su mirada, pero ella estaba sumergida en su propio mundo. En su cultura no hay muestra de afecto en público, está mal visto. En la mía es lo más normal del mundo. A ella le daba vergüenza, no estaba acostumbrada, y yo trataba de no forzarle mis maneras. En un momento, le acaricié la cara y me acerqué para darle un beso, pero me arrepentí a medio camino. En eso escuché al hombre de los quesos ahumados, y en un torpe portugués le pedí uno para mi. Ella no quería.

En ese momento me dijo que iba al mar, y yo le respondí que iba a ir después de terminar de comer el queso. Dejó el libro que sostenía en su bolso, se levantó de la silla y la sombra, y caminó hacia la orilla. Debían ser las once de la mañana, la playa explotaba de gente. Cuando terminé el queso, dejé la silla y la sombra para buscarla mientras me acercaba al mar. Buscaba a la chica haciendo la plancha, habitando una nube de pedos mental, pero no la encontré. Me metí al mar con la sunga que tanta vergüenza le daba y la busqué hacia adentro y hacia los costados. No estaba en lo profundo, ni hacia el lado del morro, ni para el lado de los edificios de Ipanema. Salí del mar, y recorrí con la vista todo lo que me era posible de forma lenta y cautelosa. No había rastro suyo. A medida que iban pasando los minutos mis preocupaciones ascendían en espiral. Pasé de pensar que la corriente la había llevado lejos, a que le había pasado algo grave y me asusté. Sabía que nadaba muy bien, pero el miedo no es algo racional.

Cuando mí ansiedad me superó, saqué mi reloj de su bolso y me dí cuenta de que ya había pasado demasiado tiempo. Empecé a creer que la había inventado, que no existía, que esas vacaciones eran demasiado buenas para ser reales y que yo estaba solo en Brasil. Cuando el tiempo transcurrido se volvió ridículo, me acerqué a un policía y le conté la situación. En castellano, en portuñol, en inglés, me expliqué con el último atisbo de racionalidad que me quedaba. El policía me pidió una foto de ella, pero no pude encontrar ninguna, ni siquiera tenía su contacto en mi celular. Tampoco podía encontrar algún documento en su bolso, no tenía forma de mostrar que ella existía. Le pedí perdón al policía, que me vio de reojo mientras me alejaba.

Volví a sentarme en mi silla, debajo de la sombra y medité qué hacer. Podía ir al departamento para comprobar que yo estaba solo o podía esperarla en la playa, leyendo mi libro apocalíptico. Al rato apareció con su sonrisa y su cara de distraída en la nada. Le pregunté dónde había estado, y me dijo que lejos. Me ofreció la mitad de su sándwich estadounidense, me dio un beso y me preguntó si quería seguir leyendo. Mona, que amaba a todo el mundo, pero a nadie en particular, desaparecía como el misterio incomprensible que era para John.

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