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  • Juan Pablo Trombetta

¡Carajo! Por Horacio Taranco

Actualizado: 28 oct 2021

Mi habitual «Crónica del festejo» esta vez deberá ser diferente. ¿Cómo contar una fiesta que no será? Suena como un imposible. Encima, cuando resuelvo intentarlo -como para dificultar más la cosa- concluyo que será mejor hacerlo en primera persona, con el pecado de ser autoreferencial y, en busca de espontaneidad, desarrollado desde el título y no al revés como se acostumbra (carajo fue lo primero que dije cuando me enteré de la atinada suspensión de la fiesta que es todo un clásico). Pensé en la posibilidad de hacer sólo una especie de raconto de eventos anteriores, pero me pareció que quedaría corto. Que el aniversario merecía más. Una suerte de homenaje para quienes iniciaron el proyecto, con mucho de epopeya, y bastante de locura. Opté por una mezcla de hechos y de sensaciones que, por su riqueza, parecerían infinitos. Sucede que El Chasqui llena de hilo al carretel.

Desmiento al tango. 20 años son muchos, muchísimos, si se tiene en cuenta que la línea de partida, la largada, era en Mar de las Pampas que apenas reunía a cuatro almas locas; con escasos complejos, pocos restoranes, un solo quiosco, y un balneario con apenas cinco carpas. En síntesis, y visto desde el ángulo más crudo que señala la necesaria supervivencia: poquísimos anunciantes. Entonces Gloria hacía de repostera ya que de algo hay que vivir para tirar hacia delante.

Desde allí, los Trombetta confirmaron que la perseverancia en recorrer un camino hacia un sueño «mueve montañas», aunque sólo será posible si se lo transita con la ayuda de una brújula marcada por una pasión sinfín. Aún hoy, con el diario del lunes, cuesta descifrar cómo fue posible que desde la nada -y en la nada misma- un medio que desde la primera hasta la última línea tiene sabor literario, se convirtiera en un referente para locales y turistas; o de los viajeros frecuentes que, ávidos, al llegar preguntaban por El Chasqui. Y me consta: fui uno de ellos. No obstante haberme propuesto escribir con la pulcritud que el tema merece, para resumir la idea recurro a la capacidad de síntesis usual en mi barrio, y digo: la gesta debió ser encarada con mucho, mucho, ovario, y muchísimo huevo.

Ocurre que el mojón fundacional del paso de aldea a villa, se sustentó en el trípode integrado por la férrea defensa del lugar hecha por los vecinos, quienes, sin siquiera saberlo, iban definiendo el estilo de vida -lento, como sin relojes- que predomina en Mar de las Pampas -por suerte- hasta la fecha, y cuyo núcleo inicial se reencuentra en las celebraciones de El Chasqui, y por el nacimiento, casi simultáneo, de dos cimientos poderosos que llegaron para fortalecer el faro encendido por Viejos Tiempos (Dardo y Marcelo) que resplandecía sobre un lugar que ni siquiera era.

Ellos fueron Amorinda (desde el pequeño living de su casa y con el único apoyo del saber cocinar) que más allá de la excelencia de sus pastas trascendía por la calidez irradiada por la espontánea atención -sin protocolos ni profesionales libretos- de Ana y Antonio, digna de ser comentada por sus visitantes a la hora del regreso; y del sueño trasnochado de El Chasqui parido en escasas páginas, y con un futuro dudoso y tan incierto como tuvieron montones de emprendimientos periodísticos. Pero, claro está, su trascendencia, su éxito, tuvo el apoyo del talento, visión, certezas, decisión, empuje, los mentados ovarios y huevo, claridades, paciencia, y montones de etcéteras que seguro el lector podrá incorporar

Sus sorprendentes andares los transformaron en viajeros hacia sitios remotos, donde gente que no tenía ni idea dónde quedaba Mar de las Pampas, supiese qué era lo que allí se comía y se leía. Sucedía porque la distribución gratuita de El Chasqui provocaba que, al irse, cada nuevo turista se llevara algún/algunos ejemplares que serían la prueba documental de sus comentarios. Sin darse cuenta eran los motores de la mejor promoción: el boca a boca.

Entonces aparecieron famosos, periodistas, personalidades, y artistas de todas las facetas que lograban que sus loas repercutieran con mayor intensidad. Justicia para el encanto del mar, de la playa, del bosque, de las callejuelas, de las lomitas, que serían potenciados porque aumentaban la magia de los lugares atendidos por sus dueños. Recuerdo largas -y animadas- charlas entre desconocidos que presencié en El Granero, en Viejos Tiempos, en Bleu, y sobre todo en Amorinda, porque allí me quedaba expectante esperando el momento en el cual -inexorablemente- el inolvidable Antonio se hinchara las pelotas, les dejara la botella de limoncello sobre la mesa y, mascullando, partiera hacia la cama. También me consta, recuerdo los regresos con andar inseguro.

En una fiesta de cumpleaños común, los invitados, apacibles, cada uno en la suya, se dividen en grupitos y sólo se reúnen cuando el chabón convocante sopla las velitas. Desganados cantan el Happy no sé cuánto, manotean la torta y vuelven a sus sitios. O a sus casas. Por el contrario, en los de El Chasqui todos bullen. Efervescencia colectiva gestada en la alegría propia de muchos reencuentros de quienes en tiempos de la Aldea se encontraban todos los días y, ahora, desde el crecimiento a Villa, por ahí pasan años sin verse. Es que en verdad para nadie transcurrió ese tiempo vacante, fue apenas una sutileza del almanaque. Sentido así, el nuevo encuentro es la continuación lógica del «hasta mañana» de la noche anterior.

Entretanto circulaba de mano en mano con birome adjunta, obviamente perdida luego, el toque formal llevado por Esteban Pallavecini consistente en un pergamino, ilustrado en su margen izquierdo, en varios colores, y con un texto que no pude ver (cuando volví del deck y lo vi sobre la mesa, el documento lucía varios -y nutridos- impactos de mermelada, chocolate y crema), pero quedaba un huequito donde estampar la millonaria. Debí superar el inconveniente de que la birome que me prestaran en Nativa -¿por qué nadie lleva lapicera cuando va a una fiesta?- se empantanara sobre una mancha (Ohhh… también dulce de leche) y ¡al fin! concreté el paso a la posteridad.

ALCEMOS LAS COPAS.

Me resulta necesario, indispensable, pedir disculpas porque en lo siguiente seré más auto referencial -aún- que en todo lo dicho con anterioridad. Donde, desde lo personal, apenas logré, en parte, evitar que el texto sólo se tiñese de las selectas añoranzas que son patrimonio de la felicidad. Inevitables. Esculpidas en la memoria, y que siempre aparecen como trasfondo, de recuerdos propios de un parto y de la infancia de un lugar cuya energía logró que todos los partícipes en su desarrollo, y estilo, demostraran «estar contentos de haber nacido».

Pasó que en ocasión de la presentación del último libro de Juan Pablo tuve un disgusto que devino en concreta enseñanza: tengo sangre humana, aunque en versión celeste y blanca. Andaba de jugueteo con la pretensión que todo fuese medio -bastante- en joda. Y contento por la presencia del núcleo, de la vieja guardia y de varios vecinos «nuevos». En pose de antihéroe, de tipo que no se explicaba que hacía allí, había referido lo extraño que estuviese presidiendo una ceremonia cuando, como a todas las formalidades sobreactuadas, en verdad las detesto, y estaba por decir que ésa era la razón por la cual con la mujer de mi vida seguíamos -visto desde lo tradicional- fuera de la ley, alejados del Registro Civil.

Venía bien de acuerdo a lo imaginado y, por ahí, notaba al auditorio divertido e incluso hasta había escuchado varias risas, cuando, a causa de tantos remates realizados, cumplí con el hábito profesional de campear al auditorio. Minuto fatal; crucé miradas con una viuda reciente y a la mierda mi personalidad anodina, carente de temperamento, mi impasibilidad que parece ausencia y llega al extremo de alterar a las gentes diferentes y, para colmo de males, con el mayúsculo inconveniente de estar regado todo con la inocua sangre de pato. Así, de repente, me desapareció el auditorio y sólo reparé en las sillas vacías, de ausencias forzadas. De siluetas trascendentes con nombres y apellidos. Con ellos, me fui de la cabeza y también del atril. Continuó Lizzy, quien también tuvo un baño de emoción.

Anduve boleado algunos días, sin consuelo ni consoladora explicación. De repente, transitando la madrugada, como quien no quiere la cosa el insomnio me dio una mano. Me sacó del fondo de la laguna con una sencilla explicación: «Boludo, disfruta el haberlos conocido, del honor…», no fue necesario escuchar más. Comprendí.

La ley de la vida determina que todos tengamos una bandera de llegada. Inevitable y conmovedora para los que siguen en carrera. Comprendí que quedarse sólo en el refugio de las lágrimas resulta casi una tontería. Que el camino a transitar es el de los recuerdos felices que, vigentes, de alguna manera se reflejan con sensación de presencia. De los sueños y hechos compartidos que forjaron la amistad. Del orgullo de haberlos vivido sin importar siquiera los circunstanciales resultados de cada momento.

Avalo lo de «al mal tiempo buena cara» y, desde la funesta experiencia, a raíz de todo lo dicho antes, me permito una sugerencia. No debemos quedar sólo añorando los magníficos festejos, los tenemos incorporados y, como sea, deben suceder. Se me ocurre que vía zoom, el día … de … a las … horas todos alcemos las copas y según la costumbre averigüemos si el culo de la botella luce limpio.

Carajo. Carajo. Carajo.

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