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  • Juan Pablo Trombetta

¿Cuán difícil puede ser pelar a un perro? Por Santiago Featherston

Cada vez que nos íbamos de vacaciones, él se la pasaba silbando esa canción de Lennon que escuchaba siempre. A veces, desde el momento en que se subía al auto, parecía que detrás de su cara había algo que la iluminaba, algo que él encendía como si hubiera decidido que ese verano no existiera nada a su alrededor que ignorara su presencia, nada que no aceptara que entre el sol, la playa y el mar se encontraba él, en el centro de las vacaciones silbando su canción favorita. La mayoría de las veces, sin embargo, su llegada era distinta. Asustado, nervioso, al cerrar la puerta saludaba rápido, se sentaba contra una punta y podía oírse cómo subía y bajaba la ventanilla para fumar sin hablar con nadie, ajeno a todo lo que estuviera gestándose alrededor suyo. Como si buscara alcanzar a toda velocidad un estado de adormecimiento, de algo parecido a la inexistencia; daba la impresión de que su personalidad se había formado a partir de esos momentos y de la calma que a veces, misteriosamente, infunde la alegría.

No le gustaba leer, pero de vez en cuando leía. Me acuerdo de un verano, a los quince años, que fuimos todos a Villa Gesell. Doce se quedaron en una casa y otros seis, entre los que estábamos él y yo, en un iglú de hormigón, de los llamados «huevitos», alejadísimo de la playa y de la red de agua potable, así que teníamos una bomba de agua que cada tanto dejaba de funcionar. Cuando volvíamos de la playa había una larga espera para ducharse que algunos aprovechaban para hablar con las vecinas o dormir una siesta; por mi parte, me tiraba a leer alguno de los libros que había llevado en mi mochila. Una de esas tardes él me vio leyendo y preguntó si tenía algún libro para prestarle. Le dije que buscara en la mochila y eligiera: se quedó con el primero que sacó, uno de Nietzche, y empezó a leerlo en voz alta; de a poco los que estaban afuera se callaron y entraron de a uno, disimuladamente, y se acomodaron en distintas posiciones para escucharlo, hasta que uno de los que dormían la siesta lo enmudeció de un almohadazo. Dijo que le costaba mantener la concentración leyendo en silencio y lo volvió a dejar en mi mochila, pero desde entonces, cada tarde sacaba el libro y se ponía a leer en voz alta hasta que alguno lo obligaba a callarse. Cuando terminaron las vacaciones me preguntó el título y el autor del libro, porque no había mirado la tapa, y nunca más dijo nada al respecto.

Un par de años más tarde, antes de otras vacaciones, de la nada me pidió que le prestara Moby Dick. Nunca supe por qué quiso leer aquel libro en particular, del que no pasó de la página cuarenta o cincuenta, pero estaba contento y cada tanto me decía: «Amigo, este libro es increíble».

Otra vez, en un viaje por el Sur en auto con otros dos amigos, él se subió al auto sosteniendo el De Profundis, de Oscar Wilde. Lo leía un rato en voz alta, miraba a los demás y volvía a dejar el libro tirado abajo del asiento delantero –él viajaba atrás–; el problema fue que en algún momento, sin darse cuenta, empezó a pisarlo o puso algo sobre el libro, algo lo suficientemente pesado para que el pegamento cediera y las páginas quedaran todas desordenadas y esparcidas por la alfombra del auto. Sin embargo, eso no le impidió disfrutar la lectura de frases al azar en voz alta como si se trataran de verdades absolutas (que quizá fueran) en cualquier momento y circunstancia. Y si alguien le decía que no había leído ese libro o que no conocía a su autor, inmediatamente pasaba a considerarlo un ser inferior que no merecía más que su desprecio.

Algo similar le pasó cuando quiso leer a Cortázar y me preguntó si conocía alguna librería donde pudiera comprarse Rayuela. Disfrutó tanto el hecho de estar leyendo ese libro, buscó tantas respuestas en las páginas desordenadas que iba pasando, pensó tanto en cómo se estaba superando a sí mismo, quedó, en síntesis, tan afectado por la circunstancia de creer estar leyendo algo que lo haría mejor, que por mucho tiempo su manera de terminar una discusión pasó a ser la siguiente: «Qué voy a discutir con vos, si ni siquiera leíste Rayuela», y acto seguido se retiraba, muchas veces silbando aquella vieja canción de Lennon que dice que todos tienen algo que ocultar excepto por John y su mono. Pero no le interesaba hablar de lo que había leído y, hasta donde sé, jamás terminaba un libro.

Si cuento esto no es para ahondar en su relación con la lectura, sino para comprender por qué una noche, cuando lo vi llegar a la casa que habíamos alquilado en Santa Lucila del Mar, sospeché que había algo que él escondía de los demás. Llegó más tarde que el resto porque dijo que tenía que hacer algo, que no especificó. Así que vino en micro y llegó de noche.

Como dije, él tenía dos modos de viajar, y hasta de vivir: agrandado o disminuido, o como a veces le gustaba decir, encendido o apagado. Y esa noche llegó dándole patadas a la puerta para que le abrieran, con un vino de cien pesos y una visera dada vuelta, es decir, llegó encendido.

Lo primero que hizo fue apoyar el vino sobre la mesa y buscar un vaso y el sacacorchos. Prendió un cigarrillo, nos miró a todos y ya no pudo aguantarse más y contó que se había anotado en un curso de peluquería canina. La historia era así: él estaba en el restaurante donde trabajaba de mozo, leyendo los clasificados, y encontró el anuncio de una veterinaria en la que buscaban un peluquero canino. En lugar de llamar, renunció de inmediato al restaurante y viajó media hora en colectivo hasta la veterinaria y dijo que venía por el aviso. Le preguntaron si tenía experiencia. Respondió que no, pero preguntó: «¿Cuán difícil puede ser pelar a un perro?». Salió de la veterinaria y se puso a buscar por internet hasta que encontró un curso de peluquería canina que empezaba ese mismo día: cinco clases, cinco semanas, cinco razas distintas. Según le había dicho la profesora del curso, el rubro era una mina de oro.

Nadie se lo tomó en serio, acostumbrados como estábamos a sus súbitos descubrimientos de una nueva vocación: ya había pasado por psicología, cine, instrumentista dental, abogacía, educación física, radiología y chef. Pero siempre encaraba un nuevo comienzo con el mismo propósito –tener dinero suficiente para comprarse un auto, pagar el alquiler y seguir yéndose de vacaciones a algún lado– y de la misma manera –entusiasta y convencido de que esta vez lo lograría antes de cansarse definitivamente de su nueva vocación–. Me hacía acordar a ese personaje de Moby Dick que decía: «No sé adónde voy, pero iré hacia eso riendo».

La conversación derivó a otros asuntos y él se quedó un rato en la mesa, pero advertí que de a poco empezaba a fumar más, a levantarse a cada minuto para abrir la heladera y ver qué había adentro, a buscar por toda la casa una bebida más fuerte, a alejarse de nosotros.

Cerca de las dos de la mañana, cuando ya el tono de voz empezaba a elevarse, la música a cambiar cada dos o tres canciones y el hielo a derretirse, oí que alguien preguntaba por él y me di cuenta de que hacía más de una hora que no lo veía. «¿Qué hizo? ¿Alguien sabe?», preguntó el que había hablado. «Ni idea —dijo algún otro—, debe estar por ahí, dándole puchos al perro». Y alguien cambió la canción y se oyeron insultos –había una regla tácita según la cual no debía cambiarse una canción antes del final– y se habló de otra cosa. Ahora sonaba Soda Stereo, una banda que me resulta insoportable; muchas veces me han dicho que si me gustan Spinetta, Virus y Charly, no puede no gustarme Cerati, y mi respuesta es siempre la misma: Cerati tira con balas de salva. Por eso, cada vez que alguien pone su música –digámosle así–, acostumbro levantarme y dar una vuelta. Esa noche decidí ir al jardín, y mientras me alejaba de los demás pude oír un silbido que imitaba la melodía de una vieja canción de John Lennon.

El paisaje era el siguiente: una parrilla vieja y sucia al fondo, muchos canteros con plantas alrededor de las paredes, una mesa de plástico blanca, el piso de cerámicas rojas y una reposera abierta donde él se había acostado y desde la cual echaba columnas de humo hacia arriba con un pequeño perro que no sé de dónde había sacado, al que acariciaba con la misma mano con la que sostenía el cigarrillo, porque la otra estaba ocupada sosteniendo un largo vaso lleno de whisky robado de algún escondite que había descubierto.

Me acerqué y le dije: «¿Todo bien?». Él dejó de silbar, acarició al perro, dio una pitada al cigarrillo, echó el humo hacia arriba, se incorporó, tomó un trago, dejó bajar al perro de su panza y respondió sin convicción, apagado: «Sí, qué sé yo».

Dije que ahora volvía. Apuré el vaso, conseguí unos hielos ya casi disueltos en agua y una silla blanca de plástico y me serví de la botella que estaba al lado de la reposera.

«Ahora sí», le dije y vi cómo el perro le apoyaba las patas delanteras sobre las piernas, tal vez con la intención de recuperar su anterior posición. Él apoyó una mano, acercó su cara al hocico del perro y se dejó lamer. «¿Cómo me ves en mi nueva profesión?», dijo. Pero no me dio tiempo a responder y relató su plan: sacar un préstamo, comprar un auto usado donde transportar los instrumentos de trabajo y hacer cuatro o cinco cortes por día, todos los días; quería saber si creía en su plan, pero antes de que pudiera responder, él ya lo había hecho: «Para mí está bien, ¿o no? Hay que tener un título, si no la gente no te toma en serio».

Bebimos en silencio y lentamente empezó a salir de su adormecimiento. «Sí», dijo él, y se paró a buscar una rama para jugar con el perro. Se la tiró lejos y volvió a hablar: «¿A veces no te pasa que hay un momento de la noche, algunas noches, en que si un extraño apareciera de la nada, cualquier persona desconocida, la abrazarías como si todo lo que importa en la vida dependiera de eso?». Parecía una pregunta que se había hecho más de una vez, una cuya respuesta no importaba, como cuando quería saber si le veíamos futuro como peluquero canino. «Y esas noches —siguió diciendo—, aunque no pase nada y estés solo y nadie se acerque, igual lo hacés… como si fuera verdad. ¿Qué significa eso?».

Dije que no lo sabía y él sonrió como hacía siempre antes de contar un chiste. «Eso es la fe, amigo». Sacó el encendedor y antes de soltar la carcajada, agregó: «La fe del peluquero canino».

Se oyó un grito que venía de adentro: «¿Qué hacen con ese whisky?». Él se encogió de hombros y los dos miramos al que acababa de gritar, que acercó el vaso y se sirvió él también.

«Vamos adentro —dijo—, los chicos fueron a buscar hielo».

Entramos y al rato llegaron los demás, pero yo seguí pensando en lo que había dicho y me acordé de una novela que había empezado unos días atrás, que decía: «Antes fui valiente y brillante», y tuve que detenerme a pensar qué era lo que me sonaba tan falso de esa oración, hasta que me di cuenta de que no creo ni en la brillantez ni en la valentía, sino en el coraje. Porque la valentía es lo que otros dicen que es la valentía: una medalla. Pero el coraje es un secreto, algo que se hace aunque no pase nada y estés solo y nadie se acerque, algo que se hace como si fuera verdad.

Él se había sentado y revolvía el contenido de su vaso con el dedo índice. Tenía la mirada perdida y no hablaba con nadie, apagado como si hubiera olvidado lo que acababa de decirme, sólo se relacionaba con el perro, que cada tanto venía a traerle una rama. Supe que recibiría una catarata de insultos absolutamente justificados, pero igual fui al equipo de música y puse esa vieja canción de John Lennon y me quedé escuchándola hasta que llegó el estribillo. Cuando volví, él estaba moviendo la cabeza; me miró y dijo: «Buen tema». Y sonrió: «¿Vos decís que Lennon leyó Rayuela?».


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