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  • Juan Pablo Trombetta

DE LA HISTORIA DE MAR DE LAS PAMPAS - María Cabanne, Hugo Rey y la Crêperie Bleu

(Texto tomado del tomo 2 del libro MAR DE LAS PAMPAS, una historia, y publicado por primera vez en El Chasqui en 2010. Escribe María. Un lujo. No, un lujazo). Solíamos mirar parejas de viejitos que caminaban por la orilla del mar, tomados de la mano. Y Hugo concluía siempre que sería lindo vivir cerca del mar cuando fuéramos viejos. Yo había nacido al lado del mar y las vacaciones de la niñez, de la adolescencia y de la juventud fueron con capita de sal cubriendo los brazos, con un sol que salía y se ponía en el mar rojo o violeta, con sudestada o calma chicha. Caminos que subían y bajaban y nos daban dolor de panza. Al terminar la facultad recorrí Pehuen-có y Monte Hermoso con la esperanza de encontrar un colegio solitario que me esperara. Pero no fue así. Hugo también traía su mochila de sueños con arena de playas. Con los padres en la infancia. Con los amigos en la juventud. Recorrió las calles de arena de Villa Gesell que terminaba en el negocio de las caracolas. Conoció el Gato que pesca. Más tarde vino unas vacaciones donde leyó amurallado en la casa alquilada. Leyó, leyó hasta tropezar con Haroldo Conti. Las 12 a Bragado le pintó una película. Años después escribió el guión de Tío Agustín que el INCAA premió y le permitió realizar su primer mediometraje. Un día la ciudad comenzó a empujarnos. Buenos Aires, la linda — con los museos, con los paseos de Agronomía, con la Costanera Azul, bautizada por Paulita, y paseos por el Tigre, con Palermo y la calle Corrientes, con los cisnes del Parque Centenario, con la biblioteca de la plaza Los Andes, donde iban Alejo y Paula que ya se sentía Matilda, con Las Embajadas de Francia o de Nicaragua, con champagne y ron—nos ahogaba de distancias, de horarios imposibles, de trenes oscuros y cantos peligrosos. Teníamos una escuela de cine y los hijos pequeños. Entonces comprendimos que enfrentar a la ciudad con su furia era una tarea ardua para nosotros que no teníamos mucho de Quijote, no más que los sueños. Recorrimos Necochea, Pinamar, Valeria, Ostende, Villa Gesell. Valeria del Mar nos recibió familiar y arbolada. Comenzamos la tarea de averiguar los precios, de pensar emprendimientos, de soñar y soñar. Es entonces cuando un estudiante de cine le cuenta a Hugo de un bosque, de un mar, de la soledad y el silencio. Y vinimos a conocer Mar de las Pampas. Para nuestra sorpresa entre eucaliptus y pinos algunas personas vivían al ritmo de la naturaleza. Si buscabas soledad, acá la tenías. Si olor a mar… Si cantos de pájaros… Si silencio… Este era el escenario indicado para que los chicos terminaran su niñez sin rejas ni sirenas. Si eran sirenas, que fueran las del mar. Y entonces hurgando en los viajes y los recuerdos Les sables d´Olonne me trajo a la memoria la crêperie frente al mar, los pocillos de cerámica para la sidra, los simpáticos muchachos que cocinaban a la vista, las crêpes tibias y Bon appétit. Borramos del corazón los engaños y problemas y recordamos Bleu, la crêperie, el bistrot. Los hijos pequeños nos ayudaron con sus risas y amigos. Pocos sabían de qué se trataba una crêperie, qué era un bistrot. Los primeros habitués se volvieron cómplices del emprendimiento y nos traían regalos: unos discos de música francesa para ampliar nuestra exigua discoteca, una racletera para concretar un sueño del bistrot, una imagen de Babar comprada a los bouquinistes del Sena, para el rincón de los libros de los chicos. Generosos vecinos nos dieron dinero para enfrentar ese primer invierno de vacas flacas. Algunos comensales levantaban la vajilla una vez terminada la comida. Pasearon por Bleu famosos y anónimos y dejaron fotografías en el alma. Recuerdo una pareja mayor que después de comer una raclette se puso a bailar con Yves Montand. Una pareja de jóvenes editores chilenos que nos regalaron unos libros. Una chica sola, un día de lluvia, una copa de vino, un ajedrez solitario. Un hombre solo y su café. Una pareja que venía cada noche. Un alemán que al mediodía pasaba a tomar su medida de whisky y por la noche cuando cenaba con su mujer pedía agua con gas. Rudy Chernicof desayunando antes de irse a París, un joven que lee Bolaños, otro que se quita los zapatos y camina descalzo por el bistrot. Ana trabajó con nosotros y su sonrisa recibía a la gente aún en las peores tormentas. Alguna siesta sofocante nos escapamos las dos con los chicos para darnos un chapuzón. También Victoria colaboró en el salón y los comensales se sentían un poco en casa con su risa sincera y contagiosa. Construimos dos cabañitas donde albergar los veraneantes aún escasos: algún escritor con su pareja que buscaba el silencio del bosque; otro escritor francés que había venido a descubrir la cruz del sur en nuestro cielo increíblemente azul; una pareja de médicos escapados de quirófanos y azulejos. Nuestra hija Paula cumplió los diez años a poco de llegar y nos ayudó en el servicio. Gloria también estuvo en Bleu, recorriendo las calles con publicidad o lavando vasos en tardes agitadas. Alejo, nuestro hijo más chico, batía la mezcla de crêpes y preparaba café con la saeco mágica. Y Bleu pasó, pasó veloz y ligera como una primavera en flor. Y quedaron las sillitas de Babar para el rincón de los chicos, las raclettes, crêpes y fondues para los encuentros amistosos, Bleu, transformada en la Casa del Mar con Fernanda y Juan, las cabañas convertidas en Mujica con Gustavo y Mariela. Y quedaron los ritos de la ventana al sol, de los cuadernos escritos, de la compu encendida. Los pájaros que cantan, la bruma de la tarde.

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