Mi nombre es Pablo Obando Guzmán y soy de Bogotá, Colombia.
La escritura ha emergido en mí como una posible respuesta ante las múltiples búsquedas internas que he tenido a lo largo de los últimos años. Mi preocupación académica por el lugar/no-lugar contemporáneo de la literatura se ha vuelto narrativa, y allí me he encontrado con que, tal vez, una de sus posibilidades de vigencia yace ya no en su potencial ficcional, sino en su propia capacidad de interpretar y cuestionar las "verdades" periodísticas a través de su estetización. Y en esta posible respuesta me topé con el periodismo narrativo o, como prefiero entenderlo, con la literatura periodística. Este descubrimiento me llevó a Forn (maravilloso hallazgo), Forn me llevó a Mar de las Pampas, y el Mar de las Pampas me trajo a El Chasqui.
Me parece hoy que esta llegada ha seguido unos pasos tan lógicos y lineales que no puede ser menos que fortuita; me parece hoy que, como tan caprichosamente me ha repetido la vida, es en el accidente donde realmente he encontrado las posibilidades de flujo. Así, esta serie de accidentes (bretonianos, quiero creer) me tienen hoy acá, ansioso porque el hambre de leer, escribir y ser leído se conviertan poco a poco en mi forma regente de vida.
“…los tiempos no están para literatura”, le dice Frigyes Karinthy a un joven escritor que lo busca para que valore su talento. Habrá, entonces, tiempos que sí lo están: momentos históricos en los que la literatura ha tenido un lugar, un espacio de acogida que ha visto en su producción unas posibilidades específicas. Sean cuales sean esos momentos, es claro –como lo era para Karinthy– que los últimos dos siglos no lo son. El siglo XX, aferrado caprichosamente a un pensamiento racional fallido, terminó consolidando las dinámicas capitalistas de consumo y acumulación que acorralaron definitivamente a la literatura, que aun así ha luchado por entender cómo mutar en un producto de consumo sin renunciar a sus propias cualidades.
Adorno insistió en la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz y Zizek en el fracaso de la prosa. Una u otra, lo cierto es que el siglo XX y lo que va del XXI se han encargado de exiliar a la literatura. El resultado: una errancia que ha constituido un no-lugar como lugar de enunciación. De allí han surgido obras y autores que han sabido encontrar un sentido arropados en esas crisis, pero la mayoría de producción ha sido predominantemente retrospectiva, nostálgica, consciente de que no es más que una reproducción anacrónica de su propio pasado. Incapaz de valerse por sí misma, su potencial se ha limitado a su relación con la realidad. No en vano la producción literaria contemporánea prescinde cada vez más de la ficción; se ancla al escenario más realista que encuentre, a la crudeza de un contexto abrumador en el que la supervivencia más digna ha sido permitirse ser también ese contexto.
Perdido entonces su potencial autorreferencial, –heredado a la fotografía y al cine–, la literatura se consolida día a día fuera de sí misma. Sabemos que su torpeza social es histórica: ni su capacidad ficcional ni sus alcances formales han logrado ser tendencias masivas. Pero su resistencia fue siempre también parte de su encanto. Hoy, acorralada en la encrucijada que la sitúa entre una renuncia definitiva a ser un producto hecho pensando en sus posibilidades de venta, una desaparición inminente en la conservación de su naturaleza tradicional y una reinvención que responde a las presiones mercantiles sin olvidar su potencial histórico como objeto crítico, inconforme e incómodo. Reconocerse y valorarse en el exilio es, entonces, lo que le queda. Como Brodsky, que entendió que para ser un hombre libre “debe ser capaz de aceptar, o al menos de imitar, la manera en que fracasa un hombre libre. Porque cuando un hombre libre fracasa, no culpa a nadie”, debe saber que, de fracasar, tiene que hacerlo desde los límites de su propia libertad y no simplemente en la resignación de la insuficiencia de su propia respuesta frente a las dinámicas socioeconómicas contemporáneas.