Por Juan Pablo Trombetta
Era lunes, y con mi hijo Juan Martín estábamos viendo alguno de los partidos de la
primera parte del mundial 2014. Él, que estudia en Buenos Aires, había venido por
unos días a Mar de las Pampas. A sus diecinueve años llevamos muchos de
complicidad futbolera. También compartimos esa pasión por la pelota más allá de toda
razón. Porque todos lo sabemos, la pasión por la pelota, por el club del que se es
hincha desde la cuna, por los ídolos de la infancia, no tiene el menor punto de contacto
con la razón. No hay razones, hay desborde emotivo, inexplicable, igualador. La cosa
es que estábamos comentando los últimos programas de «De Zurda», esa maravilla
televisiva que había reunido a Víctor Hugo y a Diego. Nunca habíamos hecho planes
para ir al mundial, algo alejado de nuestras posibilidades. Pero aquel lunes, en tono de
chanza y en referencia a mi vieja amistad con Víctor Hugo, le dije: «mirá si vamos a
Río y nos hace conocer a Diego…». La cara se le iluminó. Recién entonces entendí
que para él, que nació dos años antes de que Diego dejara el fútbol, era tan
conmovedor como lo era para mí, que lo había visto debutar con la selección a los 16
años en la Bombonera. Advertí que estaba dispuesto a consumir todos sus ahorros
sólo para llegar a Río y ver a Diego. «Con verlo a menos de tres metros me alcanza»,
dijo. Recordé las complicidades con mi viejo, al que el fútbol le importaba un pito pero
con tal de compartirlo conmigo era capaz de gritar un gol de Boca. Entonces decidí el
viaje. Quedaba descartada cualquier posibilidad de conseguir entradas. Nuestra única
«entrada» era ver a Diego. Tony Postorivo había salido desde Mar Azul con su
colectivo-casa rodante con rumbo a Brasil en un viaje programado. Llegaría hasta un
pueblo a unos 300 km de Río. Podíamos reunirnos, de acuerdo con su plan de viaje,
en Florianópolis. Entonces sacamos pasajes en un millón de cuotas y cuatro días más
tarde éramos recibidos por los viajeros del colectivo. Nosotros éramos tres, pues se
había sumado un amigo de Juan desde la cuna. El 29 llegamos a Ubatuba. Mientras
tanto yo mantenía contacto con Víctor Hugo pero sin decirle que en Río apenas
podríamos pasar una noche, donde fuera, como fuera. El día del partido contra Bélgica
estábamos con mi hijo y su amigo desayunando con Víctor Hugo en su hotel. Sin que
se lo pidiéramos nos propuso la difícil tarea de «colarnos» en el centro de prensa
donde se grababa De Zurda (esa misma noche en cuanto terminaba el programa
Diego volaba a Dubai). Tenían menos credenciales que personal, así que hasta
algunos de los que trabajaban en el programa debían colarse cada día. Había muchos
controles y pocas garantías de poder pasar. A las ocho de la noche estábamos en el
hotel de Víctor Hugo listos para partir al centro de prensa. Tras una ansiosa espera, y
después de escondernos detrás de un árbol para no ser «deschavados» por no tener
credenciales, logramos «colarnos». Yo pensaba en entrar al estudio en silencio con el
culo apretado a la pared. En cuanto pusimos un pie Víctor Hugo gritó: «Juan Pablo,
vení por acá». Mi hijo y su amigo dicen que al mismo tiempo alguien dijo: «no, mejor
vengan por acá…». Ese alguien era Diego. Para mí se había desdoblado. Estaba
sentado y al mismo tiempo de pie para recibirnos. Quedé mudo mientras lo abrazaba.
Tres horas más tarde tomábamos el micro de vuelta a Buenos Aires.
Para terminar me quedo con la frase que Víctor Hugo repetía acerca de sus treinta días de
convivencia: «Diego es mucho mejor persona de lo que creíamos aquellos que siempre lo
adoramos sin conocerlo».
Nota publicada en julio de 2014