- Juan Pablo Trombetta
Desarraigos POR JUAN PABLO TROMBETTA
(Fragmento de la novela en preparación Lo que te vine a contar).
El bar de Lanús estaba ahora más concurrido. El mozo trajo la segunda medida de fernet; por la vereda, del otro lado de la ventana, vi pasar a Lucas, el muchacho de barba de la bicicletería; un chico de no más de diez años entró ofreciendo curitas pero enseguida salió un pelado detrás de la barra y lo echó; el mozo movió la cabeza y volvió a pasarse el pañuelo por el cuello y la frente. El clac clac de la máquina de café expreso empezaba a oírse con insistencia. Una rubia escribía sin parar en un cuaderno. Iba a preguntarle al abuelo cómo había sido aquel viaje desde Génova cuando se desató un diluvio. Él miró la lluvia. Empezó a contarme:
—Llegamos al puerto de Buenos Aires en febrero de 1909. Salimos de Italia con las montañas tapadas de nieve y llegamos acá en medio de un calor y una humedad de los mil demonios; habíamos viajado durante más de veinte días en la tercera categoría del buque, hacinados, mal alimentados. A través de Enzo, un primo de papá que había migrado muchos años antes, fuimos directo a un pueblo en las afueras de La Plata, que entonces se llamaba San Ponciano y con el tiempo tomó el mismo nombre de la estación de tren: Abasto. Alrededor de ella funcionaban los mataderos y corrales donde se faenaban los animales que abastecían de carne a la ciudad de La Plata. Con papá y Giusseppe nos alojamos en una pieza en la casa de Enzo; al poco tiempo los tres empezamos a trabajar en el matadero. Nosotros estábamos acostumbrados a juntar tomates de la quinta, a sembrar, a hacer quesos con la leche de cabra, así que aquello deprimió a papá, que a los tres meses volvió a Piamonte. Extrañaba todo. Nunca se adaptó; Enzo le propuso buscar trabajo de peón de campo, pero no hubo caso. Papá tenía más de cincuenta, no hacía otra cosa que añorar, así que el día que nos anunció a Giusseppe y a mí que se volvía nos pusimos tristes pero al mismo tiempo fue un alivio. Se estaba consumiendo de a poco, daba pena verlo marchitarse de esa forma, con los ojos siempre opacos, sin el menor entusiasmo por nada. Estoy seguro de que no hubo noche en que no soñara que volvía a Erco y se abrazaba con mamá en la estación de tren; creo que extrañaba a los hijos, al abuelo Nicola, a los viejos amigos del pueblo, a su quinta, a sus cabras, pero sobre todo extrañaba a mamá; sin ella parecía una sombra del tipo fuerte y rudo que peleaba de sol a sol con las asperezas de los cerros piamonteses. Mamá en cambio era una mujer chiquita, de hablar pausado, parecía frágil pero en verdad era pura fortaleza, cualquier angustia se esfumaba en cuanto ella te apretaba contra el pecho sin decir palabra. Bastaba con oír su respiración acompasada, la cadencia de su corazón.
Cuando llegó el día de tomar el barco de regreso a Italia, papá no dejó que fuéramos al puerto porque decía que ya habíamos padecido lo suficiente con la despedida de Erco como para sufrir otra. Tenía razón. Desde esa época siempre traté de evitar las despedidas. Tienen un tufillo a velorio. Sentís que te arrancan algo. Pero en Abasto no todo eran vahos apestosos y tristezas. Estaban las pulperías. Los gauchos. Las guitarreadas alrededor del fogón, un pedazo de carne chorreando grasa sobre la leña, el resplandor de las llamas. Y la novedad de ese brebaje que se chupaba con una cosa que llamaban bombilla y que viajaba de mano en mano. Así que en Abasto empecé a tomar mate; al principio le sentí un gusto feo, hasta que don Venancio Flores, un gaucho viejo que era vecino de Enzo, me convidó un mate con azúcar y me gustó. Don Venancio había cabalgado por los campos como resero, arriando ganado de pueblo en pueblo, pero cuando «los huesos empezaron a quejarse» se quedó a vivir con un hijo que también trabajaba en el matadero; en plena juventud, uno de aquellos arreos lo llevó a Lobos por los días en que mataron en un prostíbulo a Juan Moreira, que andaba escapando de la policía; don Venancio había salido del prostíbulo La Estrella minutos antes de que se presentara la partida de milicos que perseguía a Moreira. Llegó a escuchar los gritos y los tiros. Le quedó grabada a fuego la imagen del muerto cuando sacaban el cuerpo para llevarlo a la comisaría. Don Venancio disfrutaba contando historias de duelos a facón y de gauchos corajudos que debían muchas muertes. Le gustaban sobre todo las historias de perdedores. Yo lo escuchaba en silencio mientras tomábamos mate al atardecer. Desde entonces tomé mate, siempre dulce.
La lluvia había amainado, la rubia seguía escribiendo en su cuaderno, el clac clac del café expreso retumbaba junto con el sonido de pocillos y cucharas, el mozo iba y venía con la bandeja empapado de sudor y daba la sensación de que en cualquier momento iba a reventar; Lucas, el muchacho de la bicicletería, volvió a pasar del otro lado de la ventana y me pareció que me guiñaba un ojo. Lanús vivía un día como cualquier otro, pero yo no podía entender que nadie se diera cuenta de la maravilla que estaba sucediendo. El abuelo, cada vez que me quedaba a dormir en la casa de Lanús, me despertaba con un mate dulce que me llevaba a la cama; ahora yo trataba de imaginar la cara de don Venancio, el viejo gaucho que le había convidado por primera vez un mate con azúcar, intentaba reconstruir aquel momento que pertenecía de un modo u otro a mi propia historia, en un pueblo que se armaba como tantos otros a orillas de una estación de ferrocarril, con gauchos viejos en vías de extinción y destino de libro, mezclados con obreros inmigrantes que padecían el destierro —cuando no retornaban derrotados, como el bisabuelo Vito—, ávidos por aferrarse a las nuevas costumbres para poder algún día sentirlas como propias.
—Enzo era panadero —siguió el abuelo— y como ya sabés, en mi pueblo hacían el pan más rico del mundo, de modo que fui un aprendiz avispado; de paso aprovechaba para aspirar bien profundo el olorcito del pan recién sacado del horno y así espantar las pestilencias que llegaban del matadero. Enzo era un anarquista militante, leía mucho; gracias a él me familiaricé bastante rápido con el idioma, cosa que a papá le costaba un Perú. Creo que se negaba. Él vino empujado por la necesidad y la ilusión de «hacer la América», pero se desanimó enseguida. Protestaba todo el tiempo. Aunque al final ya ni protestaba.