Desde siempre, o mejor dicho desde que existe la posibilidad del registro y la reproducción idéntica de la música, ha habido distintas formas de escuchar. Del disco de pasta al vinilo, de la fonola al celular. Hace unas décadas, en el apogeo de los buenos equipos caseros de audio, era un asunto serio, un tema de conversación, y de inversión. No era lo mismo un winco que un ken brown y mucho menos que un pioneer, no sólo era mejor si no que directamente se oían otras cosas en esos tiempos de apogeo del sonido estereofónico.
Pero poco a poco nos fuimos conformando, volviéndonos menos exigentes. Nos dejamos subyugar primero por los casetes y la fascinante posibilidad de grabar y de armar nuestras propias listas de canciones. Los vinilos, que requerían cuidado y dedicación, pero eran inigualables en cuanto a sonido, comenzaron un lento declive; con la llegada del cd su suerte parecía estar echada y mucho más cuando Spotify se convirtió en omnipresente con su casi infinita oferta musical aunque con una calidad de audio empobrecida. Los artistas se acomodaron a las “novedades”, a cómo se iba escuchando según pasaban los años. En los años 90, lo cuenta Bono de U2, se probaban las nuevas canciones en los reproductores de los autos, los autoestereos. Hoy se hace la “prueba de sonido” en celulares.
Sin embargo, siguen existiendo los que quieren oír más. Por eso el vinilo no sólo resiste sino que ha retornado con gloria. Muchos músicos, los que aún piensan en términos artísticos más que comerciales, editan en ese formato que tiene su público. Pueden preguntar en la librería y disquería Del Vagón, en el Paseo de la Estación, al fondo de la Aldea Hippie. Allí están los libros, pero también los vinilos y los CD, todos deseables, todos interesantes, todos prometedores. Y se venden, cuentan Florencia y Pablo. Quizás por amor a una banda o artista, o por lo irreemplazable de tener un álbum entre las manos y poder de mirar las imágenes o leer los textos que acompañan la experiencia sonara. Si hasta una preadolescente fan de Taylor Swift confiesa que, aunque no tiene en su casa cómo reproducirlo, le encantaría tener los discos, en vinilo o CD; es decir, el objeto palpable y sonante.
Además las disquerías siguen siendo uno de esos lugares a los que siempre se quiere regresar. Las buenas disquerías, y vale aclararlo y para ello intercalo un mal recuerdo. Hace años, cuando la cotización del dólar permitía comprar los importados, busqué en una disquería especializada, en una galería de la calle Marcelo T. de Alver “Live at Leeds”, el mítico disco en vivo de los Who del año 70, que por fin había sido reeditado. El disquero, bocón, no pudo contenerse y, a cuenta de nada, me preguntó burlón: “¿Es para tu novio?”, no respondí mientras sentía la bravuconada machista me hacía hervir de bronca. “¿Para tu hermano?”, volvió a la carga, casi como una aseveración. Debería haberme ido en ese minuto, claro, pero quería el disco, así que esbocé un “es para mí” tímido, actuando la sumisión que suponía él esperaba. Me fui con “Live at Leeds” y nunca más volví.
Ese vendedor desgraciaba su oficio, el de compartir la música. Porque eso es un buen disquero, el que te permite descubrir cosas nuevas y no lo que el algoritmo sugiere y que suele ser casi lo mismo de siempre. El que te recomienda lo que te puede sorprender. Por eso no es casual que el libro “31 canciones” de Nick Hornby (el mismo autor de “Alta fidelidad” que fue libro y película y que es una suerte de elogio de la canción y la disquería) esté dedicado a todas las personas que le hicieron conocer canciones nuevas.
Porque en el núcleo de todo esto está la canción. Esa forma breve que según algunos es la creación musical más importante del siglo XX. Porque escuchamos canciones solos pero también disfrutamos mostrándoselas a los otros. Las canciones marcan nuestro camino en la vida, nos traen recuerdos, nos abren nuevos mundos. En la canción son las palabras y el sonido de las palabras, que les permite ir más allá de su sentido. Por eso nos gusta escuchar, pero también leer y hablar sobre canciones. Y, cada tanto, retomar el ritual de juntarnos con amigos simplemente a escuchar e intercambiar música.