(Fragmento de una novela inédita)
—En un rato llegamos —dijo el abuelo mientras miraba a través de la ventanilla. Tenerlo al lado, aunque ya no fuera un niño, me ponía a salvo de cualquier peligro. El tren se detuvo. Estábamos en Cerro Tanaro, pueblo piamontés donde él había nacido. La estación era tan minúscula como el pueblo, una de esas paradas que pasan inadvertidas a menos que algo nos detenga en ella. En ese momento me di cuenta de que esas dos palabras, «Cerro Tanaro», dejaban de ser una evocación sentimental y lejana para convertirse en algo material, palpable. De algún modo aquel pueblo diminuto, esa estación perdida en medio de un paraje desolado, dieron al mundo del abuelo una existencia que hasta aquel momento era solo una abstracción, una realidad de la que yo había escuchado algo pero no conocía nada.
—De acá partimos con papá y Giuseppe, mi hermano mayor. Y cuando digo partimos me refiero no solo a salir, arrancar, sino a que nuestra vida ese día literalmente se partió. Yo acababa de cumplir dieciséis años y hasta poco tiempo antes no imaginaba otro mundo que no fuera la vida en el pueblo, mi familia, los árboles, el río Tanaro. Hasta que empecé a comprender que aquellas excursiones con mis amigos Luigi y Antonio a pescar ranas a la orilla del río, o a cazar pajaritos en el monte, ya no eran una aventura divertida sino una necesidad para aportar alimento para la familia. Mamá mezclaba los productos de la caza con la polenta, porque la carne que obteníamos de un par de chanchos medio escuálidos y algunas ovejas, apenas alcanzaba para semejante grupo familiar: papá, mamá, seis hermanos y el abuelo Nicola, que vivía con nosotros. A la única vaca le sacábamos toda la leche que podíamos. En casa no se hablaba mucho, los campesinos somos parcos. Pero una certeza flotaba en el aire aunque nadie lo dijera: tarde o temprano habría que escapar, huir de la miseria, probar suerte como tantos paisanos que se iban a «hacer la América». Yo casi no hablaba, pero en el fondo del corazón algo me susurraba que aquello era muy injusto: ¿Por qué había que partir a un lugar extraño, completamente desconocido? ¿Por qué no podíamos burlar la miseria en nuestro propio pueblo, en nuestra tierra? ¿Es que estábamos condenados a un embrutecimiento perpetuo al que debíamos resignarnos como si se tratara de una fatalidad, de un destino imposible de torcer? Todo eso provocaba en mí una terrible impotencia, una rebeldía silenciosa. Para colmo hubo que malvender a Birbo, el caballo de papá, más tres ovejas y varias gallinas. A Moro, el percherón del abuelo Nicola, papá se negó a venderlo. «Vendo al mío, el fiel compañero al que abandono, pero si hay que vender a Moro el viaje se cancela», lo dijo en ese tono bajo y pausado que usaba para las cosas importantes. Todavía tengo grabada su expresión cuando volvió de vender a Birbo, de dejarlo en manos del capataz de una plantación de vides en el pueblo vecino. Papá entró en la casa sin decir una palabra, no quiso comer, y aunque era una noche helada, agarró el hacha y fue a cortar leña. En su mirada se resumía la infinita tristeza del campesino, aun cuando él se empeñara en ocultarla. Yo juntaba rabia pero no conseguía entender contra quién o contra qué. Debería desprenderme de familia y amigos, así como debería olvidarme del ritual de ordeñar la vaca cada mañana con el abuelo Nicola, despedirme para siempre del roble a orillas del río al que nos trepábamos con Luigi y con Antonio, incluso olvidar la iglesia, a la que nosotros no íbamos nunca, pero estaba allí para recordarnos a puro campanazo la hora de volver a casa. Ésas y muchas otras cosas formaban parte de nuestro mundo, de un mundo duro, muchas veces inclemente, hostil, pero nuestro. Era mi mundo. Así que los días previos a la partida, más allá de la excitación propia de un adolescente ante un viaje plagado de incertidumbres, empecé a sentir un desgarro atroz y al mismo tiempo intuí, de una manera confusa, inexplicable, que en ese futuro incierto iba a luchar, no sabía cómo ni contra quién, pero supe que iba a luchar.