- Juan Pablo Trombetta
El amor después del amor. Por Jazmín Carbonell
Para L.R.
Si todos nos enamoramos de aquel flechazo en el tren camino a Viena entre Celine y Jesse en la película Antes del amanecer (1994), y nos mantuvo en velo ese romance cuando casi una década después se estrenaba su segunda parte, Antes del atardecer (2004), para ver qué había sucedido entre estos dos seres que habían compartido apenas unas horas pero de esas que marcan a fuego el destino para siempre, no fue menos elocuente su tercera parte, Antes del anochecer (2013), para saber cómo siguió esta historia casi veinte años después de aquel amor a primera vista. Y entonces ese encuentro fortuito de dos personas, una que proviene de París que acaba de visitar a su abuela en Budapest y está volviendo a su ciudad de origen -esa misma abuela que funcionará como el obstáculo mayor, irremediable, casi fatal, casi, porque no, al final, el destino puede volver a su cauce- y ese muchacho desprolijo y desgarbado que está perdido entre un romance deshecho. Solo unas horas tienen y él lanza la propuesta “¿nos bajamos en Viena los dos y pasamos la noche vagando por las calles de la ciudad a la espera del avión rumbo a Estados Unidos?”. Es cierto: solo veinteañeros sin hijos ni trabajos demasiado estables pueden arriesgarse a eso. Pero habría que ahondar un poco más en este encuentro. Sus pasajes no estaban juntos, el asiento de ella se encontraba casi pegado a una pareja ya de muchos años compartidos que discutían en un alemán incomprensible. A tal punto eran los gritos que ella se paró y fue a buscar un asiento alejado de esa pelea y ahí, solo ahí, es cuando se cruzan sus miradas y ya no hay vuelta atrás. La suerte estaba echada.
“Ojalá te enamores” sentencia, sí, porque suena a sentencia y lo es, la maldición gitana que asegura que una de las peores cosas que puede sucederle a una persona es perder el juicio cuando se topa con el verdadero amor. Tan irreductible como ineludible. Sencillo no será ese romance. “Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio” sumaría Cortázar en una de las frases amorosas más emblemáticas de la literatura. Y entonces la duda sobre si el amor es finalmente algo bello o, al contrario, se vuelve condena si no se puede amar queda latente, al menos hasta la tercera parte de esta trilogía cinematográfica de Richard Linklater, un director cuya tesis de trabajo pareciera ser el paso del tiempo y cómo puede el cine hacerse cargo de esta premisa. Por cierto, no hay que dejar de ver Boyhood, filmada durante 12 años, a una semana de rodaje por año, que permite que los espectadores veamos el crecimiento de Mason en tiempo real, desde sus seis años y el comienzo de la primaria hasta sus 18, momento en el cual abandona la casa materna para llegar a la facultad.
Celine y Jesse se proponen -¿prometen?- un encuentro en seis meses en el mismo lugar de la estación de Viena. Como un homenaje a una de las películas más hermosas que hizo Hollywood sobre el amor, Algo para recordar, como si no hubiésemos aprendido que no, que así no, que hay imponderables que no podemos esquivar y que no podemos tentar a la suerte con semejante acto. Tanto en un caso como en el otro la propuesta es una sola: una proyección a un futuro apacible y en el medio tragedias que impiden esos encuentros, que dejan con la duda al que va al encuentro y el otro no está sobre el porqué. ¿No era tanto amor? ¿No era el mismo para uno y para el otro? No hay teléfonos para llamarse, ni siquiera apellidos para encontrarse. Una vez más tiene que el destino jugar a favor del amor. Y en los dos casos lo hará. A su manera, con sus tiempos. Y los protagonistas de estas historias de amor no dejarán pasar una nueva oportunidad.
Pero quizás lo más interesante de todo esto es que cuando Linklater finalmente estrena su tercera parte, en 2013, sus intrépidos jóvenes ya son adultos, maduros, tienen mucho para decir(se) sobre la vida en pareja. Y aunque ese romanticismo feroz, capaz de detener el mundo, de las dos primeras partes haya quedado casi reducido a nada, lo que aparece en esta última parte es algo inmenso. La audacia de aprender a vivir en el amor, de atreverse a enfrentar el desgano, el egoísmo, las victorias personales, “las ganas de” que no siempre contemplan al otro para poder vivir no sé si en armonía pero sí seguro en el aprendizaje constante y en el espejo impiadoso que nos insiste en ser mejores personas.
Y aunque El fin del amor, la nueva serie basada en el libro homónimo de Tamara Tenebaum que puede verse y que vale la pena, pueda arrollarnos las esperanzas con ese título demoledor, no deja de ser un ensayo sobre la búsqueda continua e infinita del amor en sus múltiples formas. Porque en definitiva ¿existe acaso otro tema que pueda apenas intentar hacerle sombra al gran tópico “el amor”, universal y de todos los tiempos?