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El arte como antídoto. Por Jazmín Carbonell

La historia del arte no solo se entiende a través de sus propias obras, sus autores, con sus vaivenes, sus quiebres, sus puntos de inflexión. Frases dichas con rabia o con fuerza, con esas que el tiempo de cada quien le reclamaba y le pedía a gritos, también marcaron a fuego los destinos del arte.

En 1951, el teórico y creador de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno decía ya abatido que después de Auschwitz escribir poesía era un acto de barbarie. No faltarían años, es cierto, para que se desdijese y volviese a encontrar en el arte un espacio de salvación, de profunda reflexión, pero el dolor era tan grande que para qué escribir cosas hermosas, por qué buscar la belleza cuando se había perdido por completo. Miles de años antes, en un momento personal casi más abyecto, mientras le preparaban la cicuta que pronto le quitaría la vida, Sócrates aprendía un aria para flauta. «¿De qué te va a servir?», le preguntaron. «Para saberla antes de morir».

Y así, con esas aparentes contradicciones, porque en realidad no lo son, frases tajantes parecen forjar no solo el arte en sí sino su propósito, su fin último. ¿Para qué existe? ¿Como respuesta a la realidad? ¿Como forma de expresar otra posible? ¿Como catarsis, explosión, implosión o simplemente porque no podemos dejar de hacerlo?

Pero sobre todo se instala la pregunta: ¿el arte tiene que hacerse cargo de lo que ocurre en su tiempo?

El cineasta y documentalista Alain Resnais –que en 1959 con su película Hiroshima mon amour cambiaría la historia del cine por completo iniciando la Nouvelle Vague- en un acto expresión política realizó a partir de materiales cinematográficos y fotográficos incautados a los nazis Noche y niebla, un documental de 1955 que se convirtió en el primer registro sin filtro, de una crudeza difícil de soportar, del exterminio nazi y los campos de concentración. Un plano detalle, tan cerrado que cuesta entender de qué se trata, la cámara que se va abriendo y de a poco se entiende: ¿es pasto? ¿Es hierba? No, son colinas infinitas de pelos de los muertos y antes rapados apresados en los distintos campos de concentración que se improvisaron por todos lados. ¿Qué hay en esa imagen sino dolor? ¿Tenía razón Adorno, entonces?

En 1915 Freud escribió un hermoso texto sobre lo perecedero, una reflexión poética -porque era con un poeta con quien la mantuvo-, sobre lo que deja de existir, lo que llega a su fin. Para el poeta, pesimista por naturaleza, la caducidad de las cosas arruinaba de algún modo la belleza; mientras que el creador del psicoanálisis, manifestaba su incomprensión de que la extinción de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. Un debate que parecía no resolverse de manera sencilla pero que, al menos, y no es poca cosa, arrojaba una pregunta inmensa. ¿Por qué durar es mejor que arder? Ya lo dijo de forma inmejorable Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso.

Los estragos de la guerra comenzaban a asolar a todo el mundo, a robarle toda su belleza, la alegría se esfumaba. Obras de arte que se perdían. Paisajes que podían considerarse como tales se volvían ruinas tristes llenas de muerte, dolor y hambre. El cine acababa de asomar al mundo y lo que tenía para mostrar no era más que penas. ¿Dónde quedaba el arte en el dolor? ¿Dónde se encontraba la belleza en medio de la ferocidad? Y sin embargo, pese a todos los males, a una guerra que diezmaba el mundo, una peste que se acercaba, el arte seguía siendo ese refugio necesario, vital, bello, sí, porque incluso en esos tiempos hubo belleza.

Solo de esta manera, pensando al arte como purga, como resistencia, como única forma de amar a pesar de todo, solo de ese modo puede entenderse uno de los poemas de Miguel Hernández Las nanas de la cebolla más bellos y conocidos que escribió el poeta en prisión al enterarse que a su hijo le acababan de salir los dientes pero que la pobreza solo le permitiría llenarnos con pan y cebolla. Convertir eso en poema. Solo el arte es capaz de eso.

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