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El Escorpión y el Cabeza. Por Juan Pablo Trombetta

(Fragmento del libro Mi amigo el Escorpión).


El Cabeza y yo vivíamos en el mismo edificio, él en el sexto piso y yo en el décimo. Cada sábado nos poníamos el despertador a las siete y media, desayunábamos a toda velocidad y nos juntábamos en la plaza a las ocho, con la Pulpo de goma bajo el brazo, porque hasta las nueve y media no llegaba la celadora. Entonces enfilábamos derechito hacia el rincón más alejado de la plaza, donde se hacía un ángulo recto con el alambrado del Botánico, que era de alambre artístico color verde inglés y tenía como dos metros de altura. Contra ese alambrado estaban las casuarinas en hilera, con sus troncos bien separados, a unos cinco metros entre sí, de manera que teníamos un arco perfecto, con red y todo; pateábamos y pateábamos contra ese arco imaginario, tratando de ponerla en el ángulo, allá arriba, lo más cerca del tronco, gol, golazo, lo gritábamos con alma y vida, el Cabeza gallina, yo bostero. No importaba que fuéramos sólo dos, hacíamos campeonatos a penales, mete-gol-entra o arco a arco; atajando él era Amadeo Carrizo y yo el Tarzán Roma; cuando le pegábamos él era Pinino Más para reventarla o Ermindo Onega para colocarla, y yo era Rojitas a la hora de tratarla bien o el Pocho Pianetti para meterle un fierrazo y rezar que no volara por encima del alambrado hacia el Jardín Botánico, porque ahí había que saltar rápido al otro lado para recuperarla antes de que llegaran los guardianes.

Mis viejos se mudaron de Banfield a Palermo a principios del ´62, poco antes de que un nuevo golpe militar interrumpiera un gobierno democrático —en este caso el de Frondizi— y se iniciara una serie de enfrentamientos internos entre los mismos militares: azules y colorados. Los vencedores, los azules, propugnaban un rápido retorno a la democracia y por eso se enfrentaron a los colorados, pero tras las elecciones y el triunfo de Illia en 1963, el jefe de los azules, el general Onganía, terminó por derrocar al presidente radical e inició una nueva dictadura.

Antes de que lo derribaran, Frondizi llegó a ordenar la demolición de la Penitenciaría Nacional, un hecho que impactaría de lleno en mi infancia porque el edificio al que nos mudamos quedaba a seis cuadras del gigantesco terreno baldío que quedó (hoy parque Las Heras), donde jugaría cientos de picados hasta bien avanzada la adolescencia. En aquel entonces en Coronel Díaz y Santa Fe no estaba el shopping Alto Palermo sino la fábrica de cerveza Palermo, Scalabrini Ortiz era Canning y, en las cercanías de su cruce con la avenida Santa Fe, había una mansión en estado de abandono. En el barrio, durante años, se tejieron muchas conjeturas; algunas resultaban descabelladas, unas pocas verosímiles, ninguna fehaciente.

Una tarde que pasábamos por ahí para ir a comprar figuritas al kiosco, el Cabeza me contó la versión de sus tías: la casa había pertenecido a una familia de la aristocracia porteña, el que la hizo construir fue un coronel que había participado con Roca en la campaña del desierto y había hecho una fortuna tras el reparto de tierras; el coronel tuvo dos hijos, el mayor siguió la tradición militar pero murió muy joven y entonces la casa, tras la muerte de los padres, quedó para el hijo menor, un vago que despilfarró la herencia en continuas fiestas en las que participaba la crema de la aristocracia porteña. Cuando se le acabó la plata los amigos fueron desapareciendo junto con la servidumbre, la mansión empezó a venirse abajo y el tipo se entró a deprimir hasta que ya ni salía a la calle; algún vecino se apiadó y le llevaba un poco de comida mientras los yuyos crecían sin parar y las paredes se descascaraban. Una mañana de verano los vecinos llamaron a la policía porque empezaron a sentir olores nauseabundos; cuando los agentes entraron a la mansión encontraron el cuerpo pudriéndose al pie de una ancha escalera.

Al volver del kiosco el Cabeza retuvo la respiración cuando pasamos por ahí, porque según él, de aquellas ruinas todavía se desprendían olores inmundos. Yo nunca me había dado cuenta, pero desde entonces cada vez que pasábamos frente a la casa me tapaba la nariz.

Años más tarde, de aquel terreno brotaron un par de edificios en torre y una galería.

El Cabeza ya vivía en aquel edificio frente a la plaza del Botánico cuando nosotros llegamos.

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