Casi veinte años de carrera como futbolista con solo un puñado de minutos divididos en un par de partidos. Un delantero que nunca metió un gol. Lo que para cualquier deportista hubiera sido un fracaso total para Carlos Henrique Raposo (2/07/1963) solo fue un plan exitoso. Su trayecto comenzó cuando, a los 23 años, convenció a su amigo Mauricio, que era ídolo en el Botafogo, de que le consiguiera un hueco en el equipo. Les dijo que se trataba de una joya oculta y lo contrataron. El Kaiser -como se autoapodó Raposo- fingió una lesión a los pocos minutos de su primer entrenamiento. A los veinte días, es decir, cuando ya se debería haber recuperado de la dolencia muscular (no se hacían resonancias magnéticas en aquella época) ya tenía un certificado médico de un amigo para no tener que reincorporarse al trabajo. Terminó su paso por Botafogo después sin haber jugado ni un minuto, pero con el sello de crack de cristal firmó con el Flamengo, apadrinado por otro amigo suyo, con recorrido en la selección y el fútbol europeo; Renato Gaúcho. La historia no fue distinta, se fue sin jugar ni un minuto. No solo era amigo de futbolistas de renombre, sino que también logró ganarse a los periodistas, cuyas palabras tenían un peso mucho mayor antes de la explosion de los videos y el internet, incluso para los clubes que buscaban contratar nuevos jugadores. Les daba notas, alguna información del vestuario, o directamente les pagaba para que hablaran de él. Llegaba a los entrenamientos con un novedoso celular enorme -que nadie se percató jamás de que era de juguete- simulando que hablaba con otras instituciones interesadas en él. Así siguió su periplo, siempre sin jugar ni un minuto, por el Fluminense, el Bangu, el Palmeiras, el Vasco da Gama, el Puebla y el América de México, Guaraní de Paraguay y el Paso de Estados Unidos e incluso llegó al Ajaccio en la segunda división de Francia para cumplir su sueño Europeo. En su CV también aparecía Independiente, el Kaiser decía haber sido campeón del mundo en 1984 contra el Liverpool, pero el club lo niega. Durante los años incorporó nuevos métodos; empezó a contratar grupos de unas treinta personas para que fueran a alentarlo a los entrenamientos para que el club creyera que tenía una estrella. O le pagaba a algún juvenil el doble de lo que cobraba para que le diera una patada fuerte que le justificara un buen tiempo en la enfermería. Hasta le pagó a un curandero contratado por uno de sus clubes para que les dijera a los directivos que “algo del más allá lo lesiona a repetición”.
Dos veces estuvo cerca de quedar expuesto. Cuando llegó a Ajaccio lo recibieron como un héroe brasileño que los iba a llevar a conocer lo que era la primera división. Para su presentación lo esperaba un estadio lleno listo para ver un entrenamiento a puertas abiertas, ansioso por ver a su nueva estrella. Había diez pelotas en la cancha, y para que no se dieran cuenta que no sabía hacer ni un jueguito, Raposo empezó a patear una por una como ofrenda a su nueva hinchada. Eso no fue todo, sino que finalmente en el Ajaccio llegó a debutar, pero en el primer pique “sintió un pinchazo”, se agarró la pierna, miró al público, miró a su DT y con la mano abierta le hizo un gesto para que todavía no hiciera el cambio. Se quedó diez minutos más corriendo a los defensores, rengueando, tirándose a los pies de los rivales, hasta quedar fundido en el suelo y pedir el cambio. La hinchada lo ovacionó mientras salía, después de haber dejado todo en su debut. En Bangu, a la vuelta de su experiencia europea, estuvo a punto de jugar por la presión del presidente del club, que quería ver en la cancha a su nueva incorporación. Le dijeron que en Francia había metido cuarenta goles en treinta partidos. Este presidente no era un presidente más, era un mafioso brasileño de pocas pulgas, se acercó a otro jugador que se lesionaba seguido, que estaba sentado en el pasto, y le disparó al lado del pie, y cuando éste se levantó asustado le dijo “ves, ya podés jugar”. Por eso el Kaiser no pudo negarse a ir al banco, pese a decirle a su DT que estaba lesionado. Con el partido dos a cero abajo el presidente empezó a pedir su ingreso. Cuando ya estaba cambiado y listo para entrar al costado de la cancha se puso a discutir con un hincha del equipo contrario, la pelea llegó a las piñas y lo expulsaron antes de entrar. Cuando el técnico lo enfrentó en el entretiempo Raposo le dijo: “Dios me dio un padre y después me lo quitó. Ahora que Dios me ha dado un segundo padre, que es usted míster, no dejaré que ningún hincha lo insulte como lo hizo ese al que yo le pegué, que decía que usted era un traficante y un delincuente. Mire, me quedan quince días para terminar el contrato. Cuando lo termine, ya no me verá más”. Su DT le dio un beso en la frente y le renovaron por seis meses más.
Años después, cuando su historia salió a la luz, declaró: “Los clubes han engañado y engañan mucho a los futbolistas. Alguno tenía que vengarse por todos ellos”.