- Pieza un poco antigua pero delicada, señor Gonzalez. Toda una reliquia.
- Puede llamarme Francisco si gusta. La verdad que sí, la he conservado muchos años entre algodones; en las antípodas de la rutina diaria.
El joyero continuó examinando la malla con sus manos ajadas y luego se detuvo en las agujas de metal opaco. Alzó las cejas y suspiró.
- ¿Cuánto espera obtener?
- Imaginé que usted me lo diría. Es un regalo de un familiar querido. Aún recuerdo el día en que me lo entregó. Cómo olvidarlo si fue cuando cumplí dieciocho años. La vida después fue fugaz e inescrupulosa. En alguna medida todas son iguales. Bah, al menos las de los trabajadores.
- Francisco, quiero que sepa que no puedo tasar el valor sentimental de un objeto. Simplemente estimo el valor real de mercado del bien. El resto dependerá de usted, si lo acepta o no. Negocios son negocios. Por una pieza como la suya, tan bien conservada, puedo pagar dos mil dólares.
Apoyé las manos en el exhibidor de madera vidriado con ademán pensativo. Cerré y abrí los ojos, me acaricié el labio con los dientes y caminé lentamente por el local. Se exhibían costosas alhajas. La pinotea lustrada crujía con cada paso. En un ataúd de terciopelo azulado dormía un Rolex. Sus agujas se movían sensualmente. Cada número escondía un diamante cóncavo. La correa simulaba la cintura de una mujer sensual. El joyero miraba con atención. En sus ojos se percibía una luz.
- Eso no puede ser —irrumpí—. Entiendo muy bien que usted sea comerciante y que pretenda obtener de esta operación un beneficio económico. Pero es injusto que no considere el valor que este objeto posee. Imagínese que es todo cuanto queda de mi familia. Se ha perdido todo en aquella inundación: ¿se acuerda?. En Lanús le digo, año 1997. El agua llegó al metro y medio dentro de las casas. No se imagina cuántas familias quedaron en la ruina. Desolación, total desolación. El grito de los niños aún duele.
- Lo recuerdo bien -sugirió el hombre-. Unos amigos perdieron su casa en esos sucesos desgraciados. Lo siento mucho Francisco, pero le reitero, no hay posibilidad de ponderar todas esas circunstancias en el precio del reloj. Sería prácticamente impagable.
- Mire Don, este reloj cuenta con una historia que lo vuelve único y particular; un bagaje que se esconde tras su simpleza abrumadora. Cuesta como mínimo cinco mil dólares. Créame que vale cada centavo, incluso más. Confíe y lo averiguará. Se lo quitarán de las manos.
El joyero abrió los ojos, indignado pero imbuido en un manto de curiosidad. Movía la cabeza de un lado al otro negando continuamente. Bajó la vista, enarcó las cejas, dio varias vueltas sobre su eje y tomó suavemente el reloj. Una gota de sudor le caía por la frente cuando dijo:
- Cuatro mil dólares. Ofrecimiento final y para que no diga que no soy arriesgado o cobarde. Cuatro mil dólares por la pieza y por la historia.
- Acepto ya que necesito el dinero con urgencia. Me parece razonable que no desperdicie una oportunidad como ésta. Por lo visto aquí está el dinero, no creo que haga falta contarlo. Buenas tardes. Ha sido un placer.
- Momento, Francisco. La historia, no se olvide de su parte. De lo contrario nunca podré recuperar el dinero. Dónde estaría mi ganancia.
Minutos más tarde estábamos justo frente al local tomando un café. El hombre encendió un cigarrillo y aguardó.
- Muy bien -afirmé con seguridad- en el año 1992 mi tío realizó un viaje por el exterior; precisamente a Andorra. En aquel entonces, como bien sabe, el celular y la internet no eran servicios básicos. El día de mi cumpleaños sonó el timbre de casa, una esquina blanca con puertas marrones añejadas y con dos especies de palmeras en la vereda. Mi madre limpiaba el comedor para recibir a los invitados. Yo leía “En busca del tiempo perdido” ¡Que inmensa obra!. Me levanté y acudí al llamado. Un hombre de gran porte aguardaba impaciente. Mencionó que estaba apurado, que debía regresar urgente a su trabajo y que solo se había acercado para entregarle un obsequio a Francisco.
Suspiré profundamente, bebí un sorbo de café. Estaba intenso, como más lo disfruto. El vendedor aguardaba en silencio.
- El paquete era de color madera. En su interior había una caja de cartón oscuro. Dentro suyo ese reloj y una nota en manuscrito de mi tío que decía:
“El tiempo es tan solo una historia más”.
El hombre permaneció callado cinco minutos. Luego su rostro tomó seriedad y su cuerpo se irguió:
- ¿Usted me está tomando el pelo Francisco? ¿No me va a decir que esa es la historia? No me quiero imaginar que sea un estafador.
- Jamás mentiría con algo así señor, le juro que todo cuanto le conté es lo que sucedió, paso por paso. No he omitido nada en el relato. He sido fatídicamente preciso.
El comerciante entró en cólera y se retiró del lugar. Caminando vociferó:
- Se puede saber cómo voy a hacer para vender a cuatro mil dólares este reloj y recuperar al menos lo pagado. ¡Esa historia absurda no tiene alma!. La culpa es mía por dejarme engrupir. Me tengo que joder por curioso. Agradezca que no me da el físico para propinarle una paliza.
- Don, le recuerdo que las otras piezas lujosas que usted vende no son mejores, simplemente tienen historias en las que decide creer. Vea, usted y yo hacemos lo mismo, vendemos historias. O cree que verdaderamente ese Rolex que tiene allí vale los treinta mil dólares que pide. Mi historia es original, profunda y si ha significado algo para mí también lo puede significar para otras personas.
- Mejor cállese y retírese. Usted es simplemente un cuento. Eso es lo que es. Debería llamar a la policía.
- Lo corrijo estimado joyero, todo en esta vida es un cuento, a tal punto que el planeta lo gobiernan los monos y no los leones porque pueden contarlos.