(por Juan Pablo Trombetta) Esteban Pallavicini fue de los primeros emprendedores, junto con su compañera Hilda, en instalarse en Mar de las Pampas con su pequeño grupo de cabañas para alquilar. Eran tiempos de emprendimientos familiares, muy lejos de los grandes complejos que, a los pocos años, se multiplicaron en muestro bosque. Hablamos de los primeros pasos de este siglo.
Al cierre de la edición de este libro, Hilda Nesse y Esteban Pallavicini dejaban el bosque de Mar de las Pampas después de vivir en él, de forma permanente, durante los últimos quince años.
(extraemos la nota del libro Mar de las Pampas, una historia)
A Hilda la conocí en aquella experiencia de Pedro Lanteri de teatro para iniciados, en el 2004. Y a través de ella a Esteban. Una pareja fácil de querer. Ella con toda su suavidad y dulzura, él con ese cuerpazo y sus ojos sonrientes, el vozarrón listo para el chiste rápido, certero, reflejo inconfundible de mucha calle porteña. Y las mil anécdotas. Otro miembro para sumarse al club de los veteranos racinguistas que eligieron Mar de las Pampas: ya estaban acá, entre otros Horacio Taranco y Hugo Rey. Sin olvidar a Chiche Cecchino. A través de Hugo me enteré de la tarjeta de presentación que se hizo hacer Esteban. Decía, o mejor dicho dice:
Esteban Pallavicini.
Simpatizante de Racing.
Fanático de la Academia.
Compartimos cumpleaños, reuniones, festejos y también de las malas. Hoy, 7 de diciembre de 2017, cuando intento con desesperación de terminar el libro, hicimos la nota por teléfono, con ellos ya en su casa del barrio de Núñez.
Un sabor raro en la boca me invadía a medida que la charla avanzaba y Esteban se iba entusiasmando, intercalando sus chistes, su humor inquebrantable. No me costaba nada imaginar sus gestos del otro lado del teléfono. Sus muecas, sus guiños. Y entonces empezó a contar:
A este bosque lo conocimos por recomendación de uno de los hijos de Hilda, que es medio bohemio. Él venía al camping de ingenieros de Mar Azul y siempre insistía en que teníamos que conocer. Hasta que un día, mientras veraneábamos en Villa Gesell, le preguntamos a la dueña del hotel por un buen lugar para comer, uno distinto, porque ya conocíamos Cartagenas de Indias, Noa-Noa, el estaurant del club Español... pero queríamos probar algo diferente. Entonces ellas nos dijo:
—Sigan por la tres hasta que se acabe el asfalto. Le dan derecho unos kilómetros y...
—¿¡Qué?! —la interrumpí— mire como llueve...
—No se preocupe, usted esquive los charcos que igual va a llegar... como le digo, siempre derecho, y para cuando vea la primera luz a mano izquierda, pare. Es ahí.
Todavía no sé por qué pero le hicimos caso. Me mandé, de noche y con lluvia, yo, que era un porteño poco habituado a ese tipo de aventuras... Y llegamos. El restaurant era El Granero, una parrilla restaurant que acababa de abrir ese personaje que es Ernesto Engels. Desde ese día nos hicimos habitués.
Ahí nomás nos enganchamos con Mar de las Pampas, y para fines de los noventa Hilda compró un lote con su hermana y se hicieron una casa en pleno bosque. La casa la hizo Roberto Busteros. En ese tiempo solo veníamos en vacaciones o escapadas de fin de semana. Hasta el corralito. Fue ahí que Busteros me insistió para que compráramos un lote más cerca del mar (calle Hudson) e hiciéramos un pequeño complejo de cabañas. Él, con los planos, se encargaría de sacar plata del nuestro corralito para la compra de materiales. Nos lo propuso en una cena.
Al otro día, con Hilda fuimos a Cartagenas de Indias y en lugar de la botella habitual de vino blanco bien helado, nos tomamos dos. Y nos decidimos.
Al día siguiente lo llamé a Roberto y fuimos a ver el lote de Hudson. Así nacieron las Casas del Pino. A él, a Roberto, que nos dio una mano bárbara, le estamos muy agradecidos.
En esa época, en esa fracción solo estaban las cabañas de Luis Mazzoni, Cuatrocasas. Yo había laburado toda la vida de vendedor y ahora, cerca de los setenta, me encontraba administrando cabañas en el bosque.
De su juventud, y a mi pedido, Esteban cuenta un par de anécdotas, de ésas que le escuché contar más de una vez:
Era una época sin laburo, yo paraba siempre en la Academia, un bar en Callao y Corrientes que estaba abierto día y noche, y en el que solía parar Julián Centeya, se sentaba en un rincón, en una mesa de mármol, y escribía durante horas; me acuerdo que después llegaba un amigo y copiaba lo que escribía porque sabía que lo iba a tachar todo o romper el papel en pedacitos...
Yo me iba a la sala de billares, ahí venía gente de los suburbios, con su taquito, para algún desafío, a veces por deporte y a veces por guita... entonces aprendí aquello del «pique»: consistía en invitar a alguien a jugar, después de tres o cuatro bolas ya sabíamos qué calidad tenía el tipo... ya había mostrado su juego, entonces le proponíamos jugar por «alguito», pero aparecía detrás nuestro uno que la rompía y ganaba unos cuantos pesos, y los que hacíamos de anzuelo teníamos una comisión... pero imaginate de qué época te hablo... han pasado más de cincuenta años.
La otra anécdota refiere a una entrevista de trabajo: un conocido que sabía que andaba sin laburo, me propuso ir a ver a un amigo de él que se dedicaba a la venta de discos. Yo no tenía la menor idea de ese rubro, siempre había vendido, pero más bien productos alimenticios, otra cosa. La cuestión es que voy a Tono Disc y me presento con el dueño, un hombre formal, rígido, que me dice que me atiende solo por su amigo, que en realidad él no buscaba gente... igual agarró seis discos de esos de 45 y me dijo que con cada uno hiciera una lista, tenía que señalar, de los dos temas, cuál era el fuerte y cuál solo acompañaba.
Cuando volví, leyó y me preguntó: «¿Usted tiene un toscano en la oreja?» «Mire, en honor a mi amigo, le voy a hacer una pregunta, y si la contesta bien, empieza a trabajar ahora, pero si le contesta mal, le meto una patada en el ojete», y te juro que me lo dijo así, textual.
La pregunta fue: «¿Usted qué piensa de Piazzolla?»
Imaginate, era plena época de la polémica de si tango sí o tango no y todas esas boludeces, así que yo no podía adivinar si el tipo era una fana de Piazzolla o lo odiaba, era como revolear la moneda al aire, y jugado por jugado decidí responder lo que yo pensaba: «mire, yo pienso que está abriendo un camino nuevo...»
El tipo, muy serio, me ordenó: «vaya a ese escritorio, empieza ya». Resultó que era el que editaba los discos de Piazzolla. Al lunes siguiente me dijo que salíamos de viaje a conocer la que iba a ser mi zona de trabajo: fuimos en mi Estanciera, de Buenos Aires a Mendoza y de ahí a Salta.
En aquel viaje descubrí a otro tipo, uno bárbaro, divertido y completamente distinto de esa imagen que daba el primer día. Trabajé varios años con él.