Una sola vez en la vida se le alinearon todos los planetas al director de cine John Schlesinger y le salió Perdidos en la noche. Digo Perdidos en la noche y no Midnight Cowboy porque es uno de esos rarísimos casos en que la traducción es más fiel que el original al espíritu de la película. Ese título que le pusieron anónimamente en la distribuidora cuando la estrenaron en la Argentina (en ninguna otra parte la llamaron así) hace justicia a un hecho central de Perdidos en la noche: que el cowboy de medianoche no iba solo en su inmersión en El Gran Lupanar Neoyorquino. Al querubínico aspirante a taxiboy que interpretaba Jon Voight lo acompañaba el inmortal Ratso Rizzo que hacía Dustin Hoffman. Durante mucho tiempo, Perdidos en la noche fue una de esas películas que todos habían visto, generación tras generación, pero he descubierto con estupor en estos días que eso ya no pasa, que cada vez son menos los que creen que es el mejor retrato jamás filmado de Babilonia, del Sueño Americano visto por la puerta de atrás, así que les recuerdo:
John Schlesinger era uno de los talentos de la fecunda camada que dio el cine inglés en los primeros ’60 cuando Hollywood se fijó en él. Ir a Hollywood era venderse, así que el inglesote Schlesinger aceptó reunirse con los de United Artists pero en Nueva York. Era su primera vez en América; primera vez que cruzaba el océano, primera vez que pisaba las calles de Nueva York. En el trayecto del hotel al restaurant donde lo esperaban los ejecutivos de la United, vio a un hombre caer muerto en la calle y a los demás transeúntes pasar impertérritos por los costados del caído. Llegó a la reunión y dijo que aceptaba hacerles una película pero no en Los Angeles, en estudios, sino cámara en mano, en las calles de Nueva York.
El tema que propuso parecía neorrealismo italiano (dos lúmpenes derivando por la noche babilónica de Nueva York, un cowboy rubio y un lustrabotas rengo) pero el estudio aceptó porque les salía barato: director extranjero, equipo de filmación mínimo, elenco de desconocidos del teatro off neoyorquino. Le dieron luz verde, ficharon a todos por monedas y se olvidaron de que los tenían a sueldo y ensayando febrilmente en Nueva York porque había asuntos más importantes que atender en Los Angeles, por ejemplo leer religiosamente Variety, donde los de United Artists se enteraron poco después de que la película sensación de la temporada, El graduado, estaba protagonizada por el mismo desconocido que tenían fichado para el papel del lustrabotas rengo.
Era 1967: el año en que cambió para siempre el casting tal como se entendía hasta entonces. Mike Nichols, el director de El graduado, había puesto al enano Dustin Hoffman a hacer un papel que estaba escrito para Robert Redford. Schlesinger había rechazado a Lee Majors (¡se acuerdan del Hombre Nuclear!) para el papel de Ratso Rizzo y a Warren Beatty para el del vaquero taxiboy. No quería galancetes en su película; quería bonzos. Un día llevó a todo el elenco a ver El affair de Thomas Crown y después les dio una arenga heroica contra el cine sin alma. Hoffman también se salía de la vaina por demostrarle al mundo que era mucho más que el college-boy que todos habían adorado en El graduado.
Él y Voight venían del mismo palo, se sentían los hijos de Brando: Actor’s Studio, hambre de gloria. Apenas un año antes habían hecho juntos en el off-Broadway una versión de Panorama desde el puente, de Arthur Miller, sólo que Voight la protagonizaba con Robert Duvall y Hoffman era un mero asistente de dirección. Ahora, en cambio, el enano era el dínamo de la película. El enano y la cámara de Adam Holender, un polaco recién llegado a América que el joven Roman Polanski le presentó a Schlesinger con estas palabras: “Tiene los ojos de un corresponsal de guerra y el pulso de un corresponsal de guerra”. Holender nunca había trabajado en películas, sólo en documentales; además estaba recién llegado a Nueva York y no entendía una palabra de inglés: así filmó cada una de las escenas de Perdidos en la noche, como si estuviera en la guerra.
Y fue una guerra: de la United contra el pobre Schlesinger. Durante el rodaje se había estrenado en Inglaterra y Estados Unidos la última película que el inglés había filmado antes de irse a Nueva York (Lejos del mundanal ruido) y la crítica la había lapidado a ambos lados del océano. Lo único que le importaba ahora a la United del proyecto era que estaba Dustin Hoffman, y se esperaban lo peor después de ver las pocas e incongruentes tomas (“espasmódicas”, “aficionadas”) que habían logrado que les mandaran desde Nueva York. No les preocupaban tanto los rumores de costa a costa que decían que Schlesinger había salido del closet durante el rodaje, ni que se supiera que la idea de la película venía de una novelita porno sobre un taxiboy, ni que la corte de los milagros de Andy Warhol participara como extras (y proveedores de drogas) en los bacanales de la película. Cosas así eran moneda corriente en Hollywood. Lo que no era nada corriente para Hollywood era esa forma espasmódica, extranjera, aficionada, de filmar.
El día en que Schlesinger finalmente se presentó con las latas para una proyección privada en los estudios de la United Artists en Los Angeles, los ejecutivos no lo saludaron y lo dejaron afuera de la sala durante la proyección. Voight lo vio irse a vomitar al estacionamiento y fue tras él. “¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué será de nosotros?”, lloriqueaba Schlesinger. El holandesote lo zamarreó por los hombros y le dijo: “Somos tus criaturas y nos has hecho inmortales, John”. Hoffman, que estaba adentro, padeciendo el final de la película en absoluto silencio, dice que cuando se encendieron las luces hubo un instante mudo, en aquel estanque de tiburones: ninguno de los presentes cruzaba la mirada con nadie, ocupados en disimular el lagrimón que les había arrancado esa última escena de Ratso muerto en su asiento del ómnibus, con la cabeza contra el vidrio de la ventanilla mientras afuera amanece. Un segundo después ya se encendían uno al otro los cigarros y se codeaban y se palmeaban los hombros adentro de una nube de humo: “¡Tenemos película!”, “¡Esto es cine!”, “¡Huelo Oscars!”.
Efectivamente hubo Oscars, contra todo pronóstico, porque la película fue calificada X por su contenido explícito y perdió la mitad del público que esperaba la United Artists, y buena parte de la otra mitad abandonaba la sala en medio de las funciones. Fue la noche en que el Viejo Hollywood y el Nuevo Cine se sentaron en plateas enfrentadas y se midieron toda la ceremonia. Perdidos en la noche ganó a la mejor película, al mejor guión (el espasmódico guión), a la edición (esa manera “aficionada” de filmar, aunque el nombre de Holender no fue ni mencionado en los Oscars porque el polaco no tenía los papeles en regla durante el rodaje). Hoffman y Voight competían en el rubro mejor actor contra John Wayne, uno de los pilares del Viejo Hollywood, junto a Sinatra, Bob Hope, Reagan, toda esa runfla.
Ganó John Wayne, fue el premio consuelo de la noche. Pero Hoffman y Voight igual subieron al escenario, a recibir el Oscar a la mejor película (Schlesinger no fue a la ceremonia; nunca se recuperó del todo del maltrato). En mi memoria de esa noche, es decir la manera en que me gusta recordar esa noche, Hoffman y Voight suben al escenario y, sin preámbulos de ninguna especie, hacen para aquella platea de estrellas esa escena de la película en que Ratso bardea al taxiboy por su sombrero de vaquero, Hoffman le dice que todos los cowboys son putos, le quema el coco como un picaseso hasta que el tout Hollywood sentado en la platea empieza a hervir como una caldera, y entonces Voight le contesta a gritos en la cara, no ya a Ratso Rizzo ni a Hoffman sino a todo el Viejo Hollywood, en su propia casa, en su propia cara: “¿Estás diciendo que John Wayne es puto? ¿Entiendes los alcances de lo que estás diciendo?”. Grandes momentos del cine, guardados en una vieja tele en blanco y negro que tengo en uno de los cuartos del fondo de mi cabeza.