- Juan Pablo Trombetta
Horacio, un tipo irrepetible. Por Juan Pablo Trombetta
Irrepetible. Es la primera palabra que me viene a la cabeza a la hora de escribir la nota que nunca hubiera querido escribir. Horacio. ¡Qué tipo! Honesto a rabiar. Serio y a la vez capaz de ponerse medias de distinto color. “Ambitorpe”, como le gustaba definirse. Amigo íntimo del cigarrillo y el choripán. Generoso y leal. Divertido sin estridencias. Experto en bares y cafés. Enfermo de la Academia al punto que su casa marpampeana lleva por nombre “Lacadé”. Ocurrente. Audaz. Amigo de los amigos y sin tapujos ni miramientos para apartar de su camino a los miserables. ¡Puta madre! No llegué a decírselo pero era para mí un referente. Una especie de ídolo de carne y hueso pero accesible, sencillo, a mano. De interminables charlas telefónicas cuando el fijo todavía era algo común. “Asombroso”. “Naturalmente”. “Descomunal”. “Estoy preocupàdo”. Y Norma. Norma. Norma. Siempre Norma. ¡Y la reputísima madre Horacio! Recién ahora que escribo esto urgido para el cierre se me cae la primera lágrima. No llegaste a ver la final contra Francia. Empedernido fanático del fútbol y de cualquier deporte. Cumpliste los ochenta y te fuiste antes de la final de todos los tiempos. Eso así, sobornando enfermeros y enfermeras para poder fumar hasta el último aliento. “Cuando sea grande me gustaría ser como Horacio”, pensé al poco tiempo de conocerte allá por fines de los noventa. Es que vos estabas llegando a los sesenta y yo era un pendejo sub cuarenta. Te autoproclamabas campeón mundial de la generala y del TEG, aunque lo del TEG lo desmintió Juan Martín cuando a sus diez u once años nos dio unos peludos terribles en aquellas maratones de horas y horas. Un día en El Ocio vino un tipo a decirte que se había quedado sin agua en plena ducha. Estábamos jugando al TEG en la administración. Le respondiste sin inmutarte: “Tenemos un problema” y acto seguido sacudiste los dados y me desafiaste: “China ataca Kamchatka”. Después le preguntaste al tipo: “¿Entendés algo de plomería?”. Por supuesto que te hiciste cargo del kilombo porque eras incapaz de cagar o engañar a nadie. Sofía era chica. Llamabas al plomero y no contestaba. Llovía a cántaros. Sofía con su vocecita aniñada te dijo que seguro reconocía el número y por eso no contestaba. Los dos la miramos perplejos. “Tenés que marcar tal cosa y no va a leer tu número. Te va a entender”. Sonreímos socarrones e incrédulos pero le hiciste caso. Y el tipo atendió. Y tuvo que venir a solucionar el kilombo y el hombre que interrumpió la ducha terminó encantado y jugando al TEG con nosotros. Esa clase de cosas solo eran posibles con un tipo como vos. Irrepetible, ya lo dije. Allá por el 2013 la operaban a Gloria en el Italiano y cuando la camilla cruzaba rauda el hall rumbo al quirófano apareciste de la nada. Y caminabas al lado de la camilla y entonces que alguien me diga que eso no es sanador. ¡Qué mierda! Le hiciste tanto bien que acá está, diez años después, vivita y coleando. Y por suerte ella estuvo con vos ahora, en diciembre, tres días antes de que dijeras basta, hasta acá llegué. Y bueno Horacito, ya no competiremos para ver quién de los dos es más inútil, aunque cuando me llamaste para preguntar si sabía cambiar una lamparita comprendí que eras insuperable. Tampoco habrá más Semanas de las Artes como aquella de 2005 que solo pudo concretarse porque estabas loco. Me queda la alegría y el orgullo de haberte secundado en la locura, con los muchachos del club, para traer a Apo y hacer un libro de autores locales y un coro y seminarios y muestra plástica…
Los cumpleaños de El Chasqui y las presentaciones de los libros de historia no serán lo mismo sin tu relato posterior. El Chasqui ya no será lo mismo sin tus inolvidables cartas de lectores plagadas de practicidad, ética y coherencia. Así que ahora dejo de escribir y le doy paso a tus imperdibles crónicas, las que ya forman parte del libro. Las que solamente un tipo tan especial como Horacio Taranco podía escribir. Al final no me animé a pedirte que escribieras tu propia necrológica. No tengo dudas de que te hubiera divertido y que hubiera sido muchísimo mejor que ésta. Chau Horacito.
Las crónicas de Horacio
Notas publicadas en El Chasqui entre 2010 y 2021
Crónica de un festejo (noviembre 2010)
Usualmente pintores, escultores, periodistas, escritores, y otras gentes que se dedican a yerbas parecidas, recién al concluir su obra se encargan de titularla. Y hacen bien. Sin embargo, a pesar de saber y compartir lo dicho, partí a la celebración de los 10 años de El Chasqui, con el título listo: «Crónica de un festejo». Me esperaba una tarea fácil. Sólo debía completar cosas elementales como dónde, quiénes, cuántos, cómo, y por qué; y luego -como manda la costumbre- rellenarlas narrando acerca de las 217 empanadas comidas por los humanoides presentes (más las dos -miau, impunidad argentina- que se apropió el gato); las 27 pizzas -Dios te bendiga Tony cuando vengas a casa con las manos llenas-; las 18 tortas consumidas; y una sentida alusión a las botellas fallecidas (sólo vaga, sin precisiones, porque no es cuestión de andar contando verdades que puedan hacer quedar mal a los presentes). Además, para el caso que el espacio y la tipografía demandaran de más texto, para anticipar la tarea fui munido de cosas escritas con anticipación. Por ser de cajón, rutinarias, fáciles de prevenir (que Gloría estaría chivando a mares como consecuencia de tanto laburo, mientras Juan Pablo, descontrolado, bailarín y a los gritos, dejaría de lado su característico perfil bajo para romper las pelotas a destajo). Llegado el caso agregaría algunas de las mal llamadas apostillas de color que en ésas ocasiones se presentan. Como por ejemplo recordar algún escote que -sin mala intención, hábito del inconsciente en estado de máxima pureza- obligan a mejorar el ángulo andando en puntitas de pie y, si la escenografía lo permite, ser más ambicioso y treparse a una escalera simulando un cambio de bombita, o el asesinato de una araña pendiente de la tela que nunca falta por las viviendas en el bosque; comentar acerca del número de mamados que ponderar; o deschavar a aquellos señores que transitan por living, cocina y comedor y por un lado parecen prestos a cumplir con gloriosa tarea y, por otro, la de complacer a sus exigentes riñones, cuando en verdad andan de bragueta abierta sólo por etílica distracción. La vida fácil del cronista ortodoxo, en mi caso hubiese tenido -tal vez por pudor- una excepción. De ninguna manera sería capaz de incluir en la noticia los kilos de carne, huevo duro, cebolla, o pimentón, consumidos en la fabricación de las empanadas; o los paquetes de muzza, harina y cebolla empleados para las pizzas. No es cuestión de fanfarronear y decir que el apartarse de cánones tan estrictos y remanidos fuera por pura sabiduría. Sólo por algo de sentido común, y las experiencias vividas -soportadas- cuando un guía explica -tipo Pino- que para hacer la represa se emplearon 3.251.413 horas hombres de trabajo, 7.257.618 toneladas de cemento, 4.572.503 de hierro; y que luego, cuando escuchan que por el agujero de la represa transitan 17.493.708 hectolitros de agua, los oyentes hacen sentir vergüenza ajena al verlos con cara de asombro -perfeccionado con la boca abierta en forma de «O» porque uno es conciente que si el flujo es por segundo, minuto, día, año, lustro, década, siglo o milenio, en verdad da lo mismo. Es cierto que la única dimensión que conocen es la de la damajuana de 5 litros. ¡Agua por todos lados! Si no fuera por lo caprichoso que soy, hubiese tenido que cambiar el título. Eliminar lo de «Crónica». Ocurrió que a la previsible presencia de amigos y anunciantes, se le fueron agregando -en desfile interminablecolados de buena fe. Enterados porque aquí todo se sabe (no iban por el alimento y la joda como yo -en mi juventud claro- disfruté de fiestas de 15, de algún casamiento, y de litros de anís que me ayudaron a soportar los llantos de los deudos desconocidos), iban a adherir. A celebrar. ¡Empero había algo más! Profundo. Sentido. Denso. Abigarrado. Simbiótico. Para intentar dilucidarlo, tomé distancia, y me fui al frío exterior decidido a recorrer el extraño -y ajeno camino de la reflexión. Como los pequeños detalles son indicios, y una y otra vez me daba vueltas por la cabeza el hecho que cuando estaba a escasos centímetros de los generosos hornos en procura de saciar mi perenne gula, era complacido por femeninas y masculinas manos y sonrisas diferentes. (Me venía fenómeno. Como nadie podría contabilizar mi ingesta, evitaba el poco de vergüenza que a veces me acosa por mis ansiedades alimenticias). Cuatro vasos después me di cuenta de lo que pasaba. Todos disfrutaban y colaboraban como dueños de la fiesta. Gloria y Juan Pablo como anfitriones habían pasado a segundo plano. Y, según como se lo mire, El Chasqui también. Ocurría que en una comunidad nueva se estaba festejando un hito común. Una especie de Jorge Vázquez encarnado en todos. Un orgullo colectivo. De allí nace la buena noticia para Frías/Trombetta. ¡Hay El Chasqui para rato! Pero, cosas de la vida, también para ellos está la mala noticia: Dejó de pertenecerles. Ahora es de todos... de Mar de las Pampas… La felicidad de todos los presentes, el adueñarse del mojón, los motivaba a crear. En insistir en cosas de todos y para todos. En buscar algo más que reafirme la idiosincrasia del aldeano. Que sea de aquí. Para nada son exageradas deducciones consecuencia del alcohol ingerido o de la propia alegría. Bastaba con escuchar, en los diferentes corrillos, la necesidad de refundar el club. Aquél, para grandes y chicos que, en su sabia acta fundacional, mencionaba como fundamento esencial un lugar común para ejercitar las artes del boludeo. Y que luego, en el debate, en el devenir sin intenciones, en el delirio constante de quienes se iban conociendo más, dio luz a varias actividades que sin dudas enorgullecen (lo de “dio luz” en vez de “provocó”; “dio lugar”; “gestó”; etc, seguro que lo dictó el inconsciente. Allí se conoció una pareja, con Registro Civil y todo, que siempre serán dos sólo por una cuestión de edad). Nuestro club. Otro hito para la historia del lugar. Ojalá alguna vez celebre sus 10 años como El Chasqui. Siendo de todos.
La fiesta inolvidable (noviembre 2015)
Como en los 10 años, nuestro amigo - vecino - lector Horacio Taranco se hizo cronista. Acá va su nota.
Desde el 13 de octubre, en materia de festejos, ¡El Chasqui juega en la “A”!
Después de juzgar salón -con pergamino y todo- alimentos, servicio y diversión, es justicia atribuir el ascenso. Sin especial generosidad: 10 puntos.
Atrás quedó el tiempo en el cual Gloria, Karina, Tony, El Rana, Patricia, Aprile, Sofía, Josefina, Juan Martín y hasta la propia Norma, entre otros -adviértase que no se menciona a Juan Pablo- se superponían, matándose entre humos y calores, en la pequeña cocina familiar para repartir las comiditas a medida que terminaban de hacerse. (Con las bebidas nunca se necesitó de músculos activos, siempre fue autoservicio. Tan tenaz y tan constante, que al ratito se podían advertir —mensurar— las previsibles consecuencias...)
Y hablando de previsiones, sin ánimo de nada, de aquéllos tiempos heroicos me permito una confidencia. Conocedor de los bueyes con los que se araba, al llegar al inicio de la festichola por los 10 años, le entregué al Jefe la “Crónica de un festejo”, para su publicación, en tapa o contratapa, en el siguiente número de El Chasqui. Juan Pablo me miró extrañado, en verdad de manera casi hiriente (no quiero imaginar lo que pensó) y balbuceó alguna excusa. Con simpleza y alta dosis de soberbia, me reí. Al día siguiente (bien tarde por cierto) descolgué el teléfono que sonaba y escuché una voz irreconocible —seguro por causas concurrentes— que decía: —“Fue tal cual. Tenías razón. Gracias por la contratapa”.
Esta vez, con los primeros 15, incluso desoyendo algún pedido casi expreso, no jugué al anticipo ¡Por suerte! Le hubiese errado feo. En la ocasión; además de todo hubo, como fantasmales, flotando en el ámbito, matices imprevisibles que, cosas del calor humano, aún quedándome corto por razones de espacio y astuta comodidad, tal vez pueda resumirlos como “Emociones”.
Algunas de ellas generadas, como por ósmosis, por la radiante y conmovedora alegría de la Jefa y del Jefe. Creadores del bebé llegado a la adolescencia que ahora, rascándose los higos, podían ir compartiéndola con cada integrante de los diferentes corrillos de amigos. (cuya variedad etaria -ya hay “Nacidos y Criados” o casi- sorprende y augura Chasqui para rato)
Otras surgidas de entre la multitudinaria concurrencia de quienes fueron aldeanos, ahora pueblerinos y ojalá nunca sean ciudadanos, y que tal vez sea por razones de antigüedad que hoy sienten como propia a la crecida criatura. Festejaban con el corazón abierto. A pesar de que entre ellos, cuando se juntan, reaparecen las heridas provocadas por ausencias inevitables que así, sin saturarse del todo, siguen presentes. Tan presentes como Flory. (¡Qué alegría para todos verla!).
Todo seguía por los carriles normales para ese tipo de reuniones. Tan normal como la adecuada música seleccionada por Tony antes que lo apretaran los “bailarines atletas” De pronto, las fuerzas vivas comenzaron a reclamar —a viva voz— el necesario discurso de los Jefes. Se produjo un bache. Por un lado apareció el pedacito de perfil bajo que -créase o no- porta la Jefa. Sonreía, pero muda. El jefe, situado al lado de la cabecera; estupefacto: pálido; alelado; frágil; paralizado; entumecido… Como para intentar precisiones sería necesario usar decenas de casi sinónimos del rico castellano, digamos que había caído en una especie de estado de coma (el único signo vital notorio eran algunas lágrimas). De manera que tal vez sin saberlo, seguía en otra, de hecho se plegó al silencio de la Patronal.
Así las cosas, por suerte, Lissy agarró la mandolina. Explicó el sentir común de todos los presentes y, de repente, al referirse a los duros orígenes, recordó aquellos primeros pasos, cuando El Chasqui, para cualquier sensato, no era un proyecto sino una alucinada ilusión. Dejó picando la idea que los rozagantes 15 años demostraban que no era una quimera —son inalcanzables— que era probable, posible. Que fue.
De pronto, de entre “El Círculo Rojo” —varios de sus integrantes pugnaban por ocultar ojos también humedecidos— El Rana —visiblemente emocionado— se hizo cargo del imaginario micrófono para insistir, varias veces, en que Juan Pablo se “había recibido de escritor”. Como la mayoría del auditorio estaba —está— en pelotas sobre el tema, para todos ellos pareciera necesario hacer una somera explicación. Aquí viene la historia..
Pese a que pareciera cuestión de magia, Coperfield, Houdini, Fumanchú, ni ninguno de sus colegas, tuvieron nada que ver con el suceso. No sé si sorprendente, inesperado, o al revés, pero que sucedió y continuará. Sin embargo, dando crédito a quienes confían en extrañas dimensiones que provocan las rarezas del destino, digamos que Aladino continúa y tiene su reencarnado: ¡El Sr. Pompin! (Así se llama, no es joda).
Lo concreto que el buen hombre, capo de una importante editorial, frotó la lámpara y el genio le arrimó una corta novela de Juan Pablo que le resultó deslumbrante (su nombre me lo reservo porque, aunque en venta en la librería local nunca fue presentada por el autor, pero que ahora, cosa seria, inexorablemente lo será). De pronto, al Autor (apenas enterado de lo que sucedía por la participación de un amigo de ambos, también encantado con la obra), descreído por poco creyente en milagros ¡le llegó un correo del bueno del Sr. Pampin! No es cargo por ser la lógica consecuencia de varios -y sucesivos- ataques de incredulidad por una oportunidad fuera de cualquier previsión, pero la respuesta de Juan Pablo —escueta, casi como fría, donde agregó sus datos personales— me dieron ganas de matarlo (yo hubiera ponderado a todo el árbol genealógico de la familia Pampín desde el siglo 18 hasta nuestros días, y el honor que representa comunicarse con la excelsa editorial).
¡De inmediato llegó la respuesta! Concertaba una reunión en la editorial. Aún bastante descreído, entendiéndola como prolegómeno de una serie de similares, Juan Pablo asistió. A poco de iniciarse, luego de las formalidades protocolares, el Sr. Pampín pidió la confirmación de algunos datos personales y apretó un botón para ratificarlos con una secretaria que enseguida regresó ¡con el contrato a firmar! Como era muy largo y aburrido y no era cuestión de andar leyendo, nuestro antihéroe pidió una síntesis oral y suscribió el compromiso. ¡Cómo no iba estar emocionado El Rana ante esta justicia imprevista! ¡Vamos Juan Pablo, todavía!
Los posibles nuevos discursos se interrumpieron por las estridencias de una música diferente. Invasiva, en máximo volumen, complacía al anfitrión quien, desde el minuto cero, pretendía el sincopado bailongo. Aparecieron enseguida otros atletas para cubrir la improvisada pista. ¡Cuánto despliegue físico! Como respeto que cualquiera haga de su culo un pito, convenientemente alejado, observaba contorsiones, saltos y flexiones. De pronto me sonó la alarma. Y era lógico preocuparse. Aunque aún esté fuera de la tercera edad, una de las poseídas, chivando como loca, en camiseta —sigue oreándose— sin suéter y blusa ya, ¡era mi consorte! Inquieto me pregunté, a causa de su salud, quién haría las tareas hogareños los próximos días. Por unos instantes añoré los tiempos cuando el baile era disfrute cierto tanto para apoyadas como para apoyadores, pero enseguida, maníaco deportivo quizá influido por Rio 16, consideré que iban más de 3 horas de constante sangoloteo y desgaste a más no poder —el maratón se gana en 2 horas y monedas— e imaginé a Juan Pablo, dando triunfante la vuelta en Maracaná y, desde atrás y muy lejos, observando el número de su musculosa, a Keniatas, a Etiopes, y otras yerbas parecidas. De inmediato y aún dado por seguro el éxito, me apareció el medio vaso vacío. Claramente era mejor evitar el conflicto internacional —Brasil, Comité Olímpico— por la ofensa que el triunfador se borrara a la hora de podio, himno y medallas. Mejor que siga entrecasa y demuestre que Travolta es un principiante pelotudo.
Entretanto, refugiados en el deck —¡qué “Noche Chasquista”!— veteranos, fumadores y oídos sensibles, gozaban entre recuerdos de momentos arduos, o felices, de la trajinada aldea. Renovaban vivencias y, por supuesto, convenían futuros e inmediatos encuentros. Todo bajo control entonces, pero una fiesta no se consuma si no pasa algo extraño, diferente, que luego para la posteridad se agrandará por el prisma del recuerdo. Parecía difícil por falta de borrachos, ¡pero sucedió! En la mesa del fondo, la más iluminada, en un rincón, había una pareja que nada que ver. El que nadie la conociera no hubiera alcanzado si no fuera por la pasión —digamos— desplegada por la parte femenina que, entre diversos manoseos, lo tenía al tipo literalmente arrinconado. Parecía indefenso el hombre, aún a pesar que la ardiente niña, a simple vista, era merecedora de atenciones extremas. Como para desentenderse del acoso (cuando estará lista la comisaría del hombre), golpeaba los dedos sobre la mesa siguiendo los compases y, por si no bastare, simulaba estar atrapado por el accionar de los alejados atletas. Advertidos todos que al caballero los mimos y besos sólo le venían, nunca iban, comenzaron las apuestas entre quienes sostenían que a la activista del amor sólo le quedaba aprovechar la cobertura del amplio mantel y desaparecer debajo de la mesa, y los otros que no. Al rato, como no se la vio más, comenzó la cobranza de quienes creyeron en la concreción de la solución especial. ¡Pero no! Largo tiempo después apareció lo más campante y, como indiferente, se sentó. La apuesta se deshizo. Pero nació una intriga ¿Qué pasó en tanto tiempo? Poco duró la teoría del pis y otras posibilidades que se barajaron; luego prevaleció Fierro con su: “siempre se encuentra palenque donde ir a rascarse”.
Y colorín colorado...
Esta apenas es la visión de dos ojos, entre cientos de pares.
Crónica de una presentación (enero 2018)
Desde aquella vez que le entregué la “Crónica de un Festejo” a Juan Pablo antes que el mismo se iniciara, es como que me tiene de hijo, y cada vez que hay un evento me pide que le relate lo ocurrido.
La verdad que aquella vez no fue difícil anticipar lo que iba a suceder en razón del conocimiento de los asistentes y de que se trataba de una celebración. Inexorable entonces que la prolongación en el tiempo causara que los que bailan, que los chistosos, que los que chupan, que los melancólicos, tuviesen más espacio para desarrollar sus artes. Incluso prevenir variadas consecuencias...
Para los siguientes casos, sólo fue necesario llenar los casilleros del Reglamento del Cronista Principiante que dicen: ¿dónde?; ¿cuándo?; ¿quiénes?; ¿por qué?, y reservar parte del espacio disponible —siempre será insuficiente— para narrar, tipo apostillas, algunos sucesos que siempre sorprenden. Sean dentro o fuera de lugar.
Para describir lo ocurrido en la presentación del segundo tomo del libro Mar de las Pampas, una historia, me declaro incompetente. Más aún, creo que tampoco podrían hacerlo experimentados psicólogos, ni siquiera aquellos doctorados sobre las conductas de las masas.
Fue una cuestión de percepciones que, por personales, sólo podrían dar cuenta de ellas cada uno de los presentes. Para colmo, las reacciones a las diversas emociones estaban en un subibaja constante sin ninguna relación con quien estuviera a su lado. Para ahorrar un palabrerío por ahí hasta insuficiente, lo mejor es resumir diciendo que todos y cada uno eran la vívida imagen de Luis Sandrini.
Esa síntesis tal vez pueda ayudar si se la considera como parte de un denominador común que otros hechos posteriores fueron fortaleciendo.
Como percepciones, solo puedo hablar, fehacientemente, de las propias. Naturalmente que es todo un problema; lo que iba ocurriendo, cual bola sin manija, me modificaba la opinión minuto a minuto. Así es que desde la dificultad de explicar la indisoluble relación que hay entre la aversión a las ceremonias y las anchoas, un berenjenal en el que —¡vaya a saberse por qué!— me metí solito ¡y para colmo en el inicio!
De a poquito fui acomodando las ideas y me aprestaba a explicar por qué con la mujer de mi vida nunca pudimos legalizar por culpa de la obligatoria presencia a la burocrática ceremonia, cuando, con alguna coherencia, estaba por arribar a eso explicando que en tiempos remotos, mis reiteradas ausencias a las ceremonias a las que me invitaban se fundaban en la excusa de una abuela enferma y no sólo eran perdonadas sino que además se condolían y me consolaban, cuando dos o tres inadaptadas resaltaron que ahora la excusa de la abuela no me lo puede creer nadie, sutil manera de decir que soy un viejo de mierda.
He ahí un indicio de que la participación del público iba a ser fundamental. Al rato, luego de que en la volteada cayera la voz aflautada de Belgrano, de casualidad me apareció la certeza que en definitiva El Chasqui era la verdadera historia por contener documentos fehacientes y contemporáneos. Justo cuando sentí que me había encarrilado, me di cuenta que el elemento vinculante había sido la nada que a tantos atrajo, y al recorrer con la mirada al público vi que en su mayoría todos habían llegado a fines del siglo pasado. En esa compulsa me volvió a aparecer Sandrini porque alguno feliz sonreía, y a su lado, también feliz, la compañera lloraba.
Empecé a sentir que estaba frente a una caldera a punto de estallar por el cruce de emociones que me llevaron a malinterpretar un gesto que alguien hizo, muy discreto, casi oculto, que me decía algo. Aun dolido porque me habían dicho viejo, verifiqué que la bragueta estaba correctamente subida y entonces sospeché que ese alguien simplemente quería decir algo. Justo en ese momento, por primera vez en la noche, mi ángel de la guarda me socorrió de una manera poco feliz: tuve la visión que en el fondo de la reunión varios de los ausentes, que como fantasmas flotaban por allí, estaban buscando sillas como para instalarse, situación que, claro está, no es compatible con las boludeces que estaba diciendo; así que el ángel de la guarda me ayudó, me hizo comprender que el discreto gesto de levantar un dedito no era por la bragueta sino porque Lizzy quería decir algo. Me retiré con la certeza de que el estallido se completaría con varios opinantes más. Y así ocurrió.
Armar todo eso es muy difícil porque seguro que todos los presentes tuvieron una visión diferente aunque, insisto, con el sello lacrado de la aldea y sus orígenes.
Si bien todo se había iniciado con aproximadamente cincuenta personas, aun a la una de la mañana seguía llegando gente y se armó una rueda que hubiera merecido un enorme fogón.
Aquello de “la calma que precede a la tormenta” se dio al revés y todo era paz y sosiego como para complacer al viejo espíritu convocante.
Cuestión de una noche mágica que de alguna manera representa un difícil compromiso para Trombetta, porque será quien deba recopilar anécdotas de las cuales sobran ejemplos, pero en aras de la brevedad podemos recordar cuando Tony fue a alquilar el inmueble para el club y que lo penoso de su gestión hizo que por siempre se lo conociera como El Canciller, o aquel otro chef de un exitoso restaurant, que cuando algo le salía muy rico lo retiraba del menú, cosa que quedara para sus amigos.
Eso sí, me comprometo a no hacer la crónica del tercer tomo, cosa de no agregar confusión a la confusión.
¡Carajo! (octubre 2021)
Mi habitual «Crónica del festejo» esta vez deberá ser diferente. ¿Cómo contar una fiesta que no será? Suena como un imposible. Encima, cuando resuelvo intentarlo -como para dificultar más la cosa- concluyo que será mejor hacerlo en primera persona, con el pecado de ser autoreferencial y, en busca de espontaneidad, desarrollado desde el título y no al revés como se acostumbra (carajo fue lo primero que dije cuando me enteré de la atinada suspensión de la fiesta que es todo un clásico). Pensé en la posibilidad de hacer sólo una especie de raconto de eventos anteriores, pero me pareció que quedaría corto. Que el aniversario merecía más. Una suerte de homenaje para quienes iniciaron el proyecto, con mucho de epopeya, y bastante de locura. Opté por una mezcla de hechos y de sensaciones que, por su riqueza, parecerían infinitos. Sucede que El Chasqui llena de hilo al carretel.
Desmiento al tango. 20 años son muchos, muchísimos, si se tiene en cuenta que la línea de partida, la largada, era en Mar de las Pampas que apenas reunía a cuatro almas locas; con escasos complejos, pocos restoranes, un solo quiosco, y un balneario con apenas cinco carpas. En síntesis, y visto desde el ángulo más crudo que señala la necesaria supervivencia: poquísimos anunciantes. Entonces Gloria hacía de repostera ya que de algo hay que vivir para tirar hacia delante.
Desde allí, los Trombetta confirmaron que la perseverancia en recorrer un camino hacia un sueño «mueve montañas», aunque sólo será posible si se lo transita con la ayuda de una brújula marcada por una pasión sinfín. Aún hoy, con el diario del lunes, cuesta descifrar cómo fue posible que desde la nada -y en la nada misma- un medio que desde la primera hasta la última línea tiene sabor literario, se convirtiera en un referente para locales y turistas; o de los viajeros frecuentes que, ávidos, al llegar preguntaban por El Chasqui. Y me consta: fui uno de ellos. No obstante haberme propuesto escribir con la pulcritud que el tema merece, para resumir la idea recurro a la capacidad de síntesis usual en mi barrio, y digo: la gesta debió ser encarada con mucho, mucho, ovario, y muchísimo huevo.
Ocurre que el mojón fundacional del paso de aldea a villa, se sustentó en el trípode integrado por la férrea defensa del lugar hecha por los vecinos, quienes, sin siquiera saberlo, iban definiendo el estilo de vida -lento, como sin relojes- que predomina en Mar de las Pampas -por suerte- hasta la fecha, y cuyo núcleo inicial se reencuentra en las celebraciones de El Chasqui, y por el nacimiento, casi simultáneo, de dos cimientos poderosos que llegaron para fortalecer el faro encendido por Viejos Tiempos (Dardo y Marcelo) que resplandecía sobre un lugar que ni siquiera era.
Ellos fueron Amorinda (desde el pequeño living de su casa y con el único apoyo del saber cocinar) que más allá de la excelencia de sus pastas trascendía por la calidez irradiada por la espontánea atención -sin protocolos ni profesionales libretos- de Ana y Antonio, digna de ser comentada por sus visitantes a la hora del regreso; y del sueño trasnochado de El Chasqui parido en escasas páginas, y con un futuro dudoso y tan incierto como tuvieron montones de emprendimientos periodísticos. Pero, claro está, su trascendencia, su éxito, tuvo el apoyo del talento, visión, certezas, decisión, empuje, los mentados ovarios y huevo, claridades, paciencia, y montones de etcéteras que seguro el lector podrá incorporar
Sus sorprendentes andares los transformaron en viajeros hacia sitios remotos, donde gente que no tenía ni idea dónde quedaba Mar de las Pampas, supiese qué era lo que allí se comía y se leía. Sucedía porque la distribución gratuita de El Chasqui provocaba que, al irse, cada nuevo turista se llevara algún/algunos ejemplares que serían la prueba documental de sus comentarios. Sin darse cuenta eran los motores de la mejor promoción: el boca a boca.
Entonces aparecieron famosos, periodistas, personalidades, y artistas de todas las facetas que lograban que sus loas repercutieran con mayor intensidad. Justicia para el encanto del mar, de la playa, del bosque, de las callejuelas, de las lomitas, que serían potenciados porque aumentaban la magia de los lugares atendidos por sus dueños. Recuerdo largas -y animadas- charlas entre desconocidos que presencié en El Granero, en Viejos Tiempos, en Bleu, y sobre todo en Amorinda, porque allí me quedaba expectante esperando el momento en el cual -inexorablemente- el inolvidable Antonio se hinchara las pelotas, les dejara la botella de limoncello sobre la mesa y, mascullando, partiera hacia la cama. También me consta, recuerdo los regresos con andar inseguro.
En una fiesta de cumpleaños común, los invitados, apacibles, cada uno en la suya, se dividen en grupitos y sólo se reúnen cuando el chabón convocante sopla las velitas. Desganados cantan el Happy no sé cuánto, manotean la torta y vuelven a sus sitios. O a sus casas. Por el contrario, en los de El Chasqui todos bullen. Efervescencia colectiva gestada en la alegría propia de muchos reencuentros de quienes en tiempos de la Aldea se encontraban todos los días y, ahora, desde el crecimiento a Villa, por ahí pasan años sin verse. Es que en verdad para nadie transcurrió ese tiempo vacante, fue apenas una sutileza del almanaque. Sentido así, el nuevo encuentro es la continuación lógica del «hasta mañana» de la noche anterior.
Entretanto circulaba de mano en mano con birome adjunta, obviamente perdida luego, el toque formal llevado por Esteban Pallavecini consistente en un pergamino, ilustrado en su margen izquierdo, en varios colores, y con un texto que no pude ver (cuando volví del deck y lo vi sobre la mesa, el documento lucía varios -y nutridos- impactos de mermelada, chocolate y crema), pero quedaba un huequito donde estampar la millonaria. Debí superar el inconveniente de que la birome que me prestaran en Nativa -¿por qué nadie lleva lapicera cuando va a una fiesta?- se empantanara sobre una mancha (Ohhh… también dulce de leche) y ¡al fin! concreté el paso a la posteridad.
ALCEMOS LAS COPAS.
Me resulta necesario, indispensable, pedir disculpas porque en lo siguiente seré más auto referencial -aún- que en todo lo dicho con anterioridad. Donde, desde lo personal, apenas logré, en parte, evitar que el texto sólo se tiñese de las selectas añoranzas que son patrimonio de la felicidad. Inevitables. Esculpidas en la memoria, y que siempre aparecen como trasfondo, de recuerdos propios de un parto y de la infancia de un lugar cuya energía logró que todos los partícipes en su desarrollo, y estilo, demostraran «estar contentos de haber nacido».
Pasó que en ocasión de la presentación del último libro de Juan Pablo tuve un disgusto que devino en concreta enseñanza: tengo sangre humana, aunque en versión celeste y blanca. Andaba de jugueteo con la pretensión que todo fuese medio -bastante- en joda. Y contento por la presencia del núcleo, de la vieja guardia y de varios vecinos «nuevos». En pose de antihéroe, de tipo que no se explicaba que hacía allí, había referido lo extraño que estuviese presidiendo una ceremonia cuando, como a todas las formalidades sobreactuadas, en verdad las detesto, y estaba por decir que ésa era la razón por la cual con la mujer de mi vida seguíamos -visto desde lo tradicional- fuera de la ley, alejados del Registro Civil.
Venía bien de acuerdo a lo imaginado y, por ahí, notaba al auditorio divertido e incluso hasta había escuchado varias risas, cuando, a causa de tantos remates realizados, cumplí con el hábito profesional de campear al auditorio. Minuto fatal; crucé miradas con una viuda reciente y a la mierda mi personalidad anodina, carente de temperamento, mi impasibilidad que parece ausencia y llega al extremo de alterar a las gentes diferentes y, para colmo de males, con el mayúsculo inconveniente de estar regado todo con la inocua sangre de pato. Así, de repente, me desapareció el auditorio y sólo reparé en las sillas vacías, de ausencias forzadas. De siluetas trascendentes con nombres y apellidos. Con ellos, me fui de la cabeza y también del atril. Continuó Lizzy, quien también tuvo un baño de emoción.
Anduve boleado algunos días, sin consuelo ni consoladora explicación. De repente, transitando la madrugada, como quien no quiere la cosa el insomnio me dio una mano. Me sacó del fondo de la laguna con una sencilla explicación: «Boludo, disfruta el haberlos conocido, del honor…», no fue necesario escuchar más. Comprendí.
La ley de la vida determina que todos tengamos una bandera de llegada. Inevitable y conmovedora para los que siguen en carrera. Comprendí que quedarse sólo en el refugio de las lágrimas resulta casi una tontería. Que el camino a transitar es el de los recuerdos felices que, vigentes, de alguna manera se reflejan con sensación de presencia. De los sueños y hechos compartidos que forjaron la amistad. Del orgullo de haberlos vivido sin importar siquiera los circunstanciales resultados de cada momento.
Avalo lo de «al mal tiempo buena cara» y, desde la funesta experiencia, a raíz de todo lo dicho antes, me permito una sugerencia. No debemos quedar sólo añorando los magníficos festejos, los tenemos incorporados y, como sea, deben suceder. Se me ocurre que vía zoom, el día … de … a las … horas todos alcemos las copas y según la costumbre averigüemos si el culo de la botella luce limpio.
Carajo. Carajo. Carajo.
(Las Crónicas de Horacio forman parte del apéndice del libro “Mar de Las Pampas, Una Historia”).