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Juan, Juancito, Jotaefe, Choli, Juancitocholi. Por Sofía Trombetta

Es difícil escribir sobre Juan, por la negación a su muerte, pero también es casi un mandato y una necesidad. Es difícil escribir sobre Juan Forn sin ser cursi y sin adjetivarlo hasta al hartazgo. Puedo, solo en principio, resumirlo haciendo abuso de lo que quiero obviar, porque sé que me lo permitiría, y afirmar que era único en su especie. No sólo como escritor, sino especialmente como persona. También es difícil escribir sobre Forn, porque de Juan, es la parte que menos conozco. No porque él renegara de su versión escritor, editor, traductor, artista; sino porque tuve la fortuna de conocer otras versiones de Juan aún mejores aunque no lo crean posible. El Juan papá, compañero, amigo, hermano, cómplice y compinche, que coincide con el Jotaefe, Choli y Juancitocholi (el texto predictivo lo reconoce y se anticipa). Al que en la intimidad nunca vi anteponer al Forn sobre el Juan. En la dialéctica, a la síntesis perfecta que puede resultar de la contraposición de todo lo que era: cariñoso, espontáneo, solitario, divertido, ácido, renegado, rebelde, serio, infantil, delirante, brillante, reo, paquete, altanero, sencillo, peleador y amoroso.

Es inevitable pensar en cómo y cuándo fue que lo conocí, más de 10 años atrás. Hacer la pausa con una breve aunque necesaria introducción. Que venga alguien más o menos conocido, con sus bártulos a instalarse un par de días o tal vez meses a nuestra casa de Mar de las Pampas fue y sigue siendo algo cotidiano. Disfruté en la niñez, y todavía disfruto, de esas convivencias momentáneas y multitudinarias. La llegada de Juan no fue muy distinta. Aterrizó un verano, para la mayoría de los integrantes de la familia –el marcador dice 3 a 2, aunque discutible 4 a 1- casi como un desconocido. Lo que no fue habitual fue la forma casi inmediata y natural en la que supo no ya adaptarse a la nueva vorágine que lo abrazaba, sino forjar un vínculo único -y remarco recíproco- con cada uno de nosotros cinco. Que mantuvimos inalterado desde entonces hasta hoy. Lo que creo que pasó es que Juan no llegó sino que estuvo ahí desde siempre.

Además, las agujas del reloj y la lógica de ser como él era indican que la relación en muchos casos se hizo extensiva a las personas -de todas las generaciones posibles- que también tuvieron el privilegio de coincidir en tiempo y espacio con Juan. Es que Juan hizo más que habitar nuestra casa, Juan se hizo parte de todo.

Y cuando digo todo no exagero. Tendría que hacer un esfuerzo para recordar cumpleaños, años nuevos y navidades sin Choli. O en lo cotidiano, incluso en mi caso a pesar de la distancia, en cualquier mediodía; tarde de té, mate y catas profesionales de tortas y cosas (no importa qué pero siempre) dulces; como noches de jarana en las que en algunas ocasiones se entretenía siendo observador de la escena, para reeditarla después entre risas. También para acordarme de las pálidas y que no esté él para bancarla. No me puedo imaginar cómo carajo va a ser desde esta parte en adelante llegar a casa desde Buenos Aires y no poder mandarle un mensaje que diga «Choliiii, en qué andás, venís a comer?», solo en el caso de que ya no estuviera ahí. Ahora va estar únicamente papá para pedir, casi ordenar, al grito de «yo pago, pero vos vas», que vayamos a buscar helado después de almorzar. No va a estar más Jotaefe para putearlo a Jotapé cuando lo veamos meter la cuchara directamente en el pote de helado y así sacarnos ventaja. Tampoco puedo pensar en la playa sin él y sin que pase por casa a dejar el auto y buscar alguno que quiera arrancar para ir caminando en compañía hasta el mar, esas dos cuadras y un poco más después de pasar el médano. Voy a extrañar que vayamos juntos afuera a fumar, por ser la mayoría de las veces sinónimo de ratos y charlas mano a mano. También de ir a visitarlo a su casa ya no tan nueva -que por causalidad y casualidad estaba cinco cuadras de la nuestra- y verlo ser un gran anfitrión. Por suerte nos dimos cuenta mucho antes que hoy, que su presencia era siempre imprescindible. Supimos disfrutarlo y verlo disfrutar todo el tiempo, incluso a pesar de algunos bajones. Todavía oigo su risa contagiosa y lo escucho decirme «Hola Soficholi». El apodo -y sus adaptaciones- creo no equivocarme si le adjudico el origen a mi hermana, su preferida.

No sé ahora con quien voy a planear, incluso con la seriedad que el caso amerita, las distintas alternativas para que yo pudiera conocer al Indio y a CFK. Ser cómplice y fomentar esos delirios también era Choli, el mismo que me hacía parte de los momentos que él compartía con personas que sabía yo admiraba.

De sus defectos, tenía incluso en algunas ocasiones la capacidad de transformarlos en virtudes. Juan fue el antipático que me dijo, y apostó, cuando decidí estudiar Derecho, que no iba a pasar de segundo año. No sé si imaginó lo que vendría después. Desde que superé su fracasado vaticinio, no hubo examen en los cuatro años subsiguientes en el que no le hiciera saber que había aprobado, con nota incluida. Con mala suerte para él, y con enorme fortuna para mí, en algún momento prometió que si lo cagaba y me recibía, iba a darme un gran regalo. Esperé. Y cumplió. Perdió su apuesta y me regaló una pluma Mont Blanc que era de él, a la que prometí no decirle lapicera. Fue el mejor regalo que pudo haberme dado y más que eso también. Me queda de Choli, y solo en sentido literal, su pluma y la tinta. La guardo en la caja original con una de sus flores preferidas. Algo de todo lo que conservo y voy a conservar de él conmigo para siempre. Juan, Juancito, Jotaefe, Choli o Juancitocholi, en todas sus versiones fue de los necesarios y de los irrepetibles. Me provoca una suerte de alivio saber que supo cuánto lo queríamos. El problema ahora es que no hay forma de que sepa cuánto lo vamos a extrañar.


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