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  • Juan Pablo Trombetta

Kryygi, prisionera de la ciencia. Por Pablo Franco

Los Aché, un siglo después, cuando al fin pudieron recuperar sus restos, cambiaron el nombre de la niña. Ya no sería Damiana, como la llamaron sus apropiadores, ahora la llaman Kryygi, aunque tampoco es su verdadero nombre al menos es uno elegido por su comunidad.


A personas como ella las han llamado de diversas maneras: «Eslabones perdidos», «Ejemplares de estudio», «Los primeros desaparecidos de la historia Argentina» y también «Prisioneros de la ciencia». A ella en particular, que fue una niña perdida, que se quedó sin nombre ni familia, que solo consiguió volver a su tierra después de esperar más de cien años, los blancos la llamaron Damiana. Pertenecía al pueblo Aché cuando fue secuestrada por los asesinos de sus mayores.

Su vida fue una sucesión de ofensas, injusticias y atropellos. Aunque hacia el final un círculo parece cerrarse, cuando los integrantes de la comunidad honran el lugar donde la niña finalmente descansa, cantando y acariciando la tierra que ya la cobija, la tristeza es tanta, la herida tan profunda, que comprendemos que nunca sanará.

Todo comienza en un lugar que ya no existe: Sandoa.

El 26 de septiembre de 1896 un colono de ese asentamiento desaparecido encuentra su caballo muerto en medio de la selva sub-oriental del Paraguay, despedazado por los indios que llamaban Guayaquíes. Era una zona de bosque virgen que se extendía por más de treinta mil kilómetros cuadrados. Allí vivían los indios Aché, cazadores y recolectores pertenecientes a la familia Tupí-guaraní.

Aquel colono sale al día siguiente a recorrer el monte acompañado por sus tres hijos, pero las huellas de los indios se pierden en todas direcciones y les resulta imposible encontrarlos. Buscaban vengarse, porque un caballo era un bien costoso. Ya habían advertido a los indios sobre las acciones que tomarían si algo malo sucedía a sus animales.

Al amanecer del domingo 27 divisan una columna de humo que revela el campamento de los indios.

Llueve. Ocultos por el agua leve y cálida, se arrastran sin ser detectados hasta apenas unos pasos del grupo de indios que conversa alrededor de un fuego, bajo un refugio de hojas de pindó. Eran unas veinte personas. Cocinaban la carne del caballo mientras hablaban animadamente. Cada tanto, todos a la vez, hacían silencio porque creían escuchar algo. Entonces golpeaban el suelo, como si eso pudiera espantar a los depredadores. Luego retomaban la conversación.

Un indio cayó muerto cuando dispararon dos fusiles. El resto huyó corriendo. Otro disparo hirió a una mujer. El cuarto le dio a un hombre, que también murió. Avanzaron sobre el campamento machete en mano. Ultimaron a la mujer, que se tomaba el abdomen con sus manos ensangrentadas, intentando contener sus vísceras.

Allí también había una niña.

Repetía las palabras caibú, aputiné, apallú, de las que no se conoce ninguna significación guaraní.

Esta parte de la historia la rescata la antropóloga Patricia Arenas en 2005, y la cuentan el holandés ten Kate y el francés de la Hitte, científicos que estaban en la zona en 1896 auspiciados por el Museo de La Plata, donde trabajaban, con la intención de obtener información sobre el pueblo Guayaquí.

Los colonos se llevan la niña. Algunos suponen que para venderla, y así recuperar el dinero del caballo perdido. Los sirvientes indios eran valorados por su inteligencia y lealtad. El «Criadazgo» fue una práctica aceptada y que sobrevivió por largo tiempo en Paraguay. La llamaron Damiana en honor a San Damián, el santo cristiano que figura en el calendario el día que asesinaron a su familia. A la mujer, que se supone era su madre, la llamaron Caibú, palabra que repetía la niña.

Los científicos, enterados de los asesinatos, van hasta el lugar donde fueron cometidos. Se fotografían bajo el refugio. El cuerpo de la mujer es descarnado de manera rudimentaria. Uno de los científicos dice, cuando describe los detalles del viaje de regreso, que debieron soportar el olor nauseabundo de los restos en descomposición durante el largo trayecto hasta el Museo de La Plata.

Dos años más tarde la niña es trasladada a San Vicente, en la Provincia de Buenos Aires. Nadie sabe los motivos, ni los medios utilizados. Vivirá en la casa de la madre de Alejandro Korn, director del hospicio Melchor Romero. A medida que crece, hace el servicio de mucama y sirvienta. Pero cuando entra en la pubertad, diez años después, deciden que ya no vivirá allí. Algunas versiones de la época fundamentan la decisión en que la niña, ya una mujer, tenía un novio y se escapaba para ir con él, también en que había envenenado un perro que delataba las visitas nocturnas de su amante, y en que no podía contener su apetito sexual, entregándose salvajemente.

Lo cierto es que en 1907 ella es internada en Melchor Romero, en un pabellón que llegó a albergar hasta mil mujeres. Tenía catorce o quince años. El antropólogo Robert Lehmann-Nitsche, reconocido científico alemán que también trabajaba en el Museo de La Plata, le toma en el hospicio unas fotografías. Era el mes de mayo. En el informe que realiza, cuando hace el análisis del cuerpo, escribe que le causó «una onda impresión» aquella mujer, por «reservada, esquiva y desconfiada». Y que se sorprendió de escucharla hablar en alemán, idioma que había aprendido en sus años en San Vicente.

Ella muere muy poco después. Rodeada de extraños, en un lugar desconocido, lejos de su tierra, de sus bosques y de su comunidad. El científico anota: «pude tomar la fotografía que acompaña estas líneas, y hacer las observaciones antropológicas; e hice bien en apurarme. Dos meses y medio después murió la desdichada de un tisis galopante cuyos principios no se manifestaban todavía cuando hice mis estudios.»

El atropello perdura hasta hoy, y es eterno. No tenemos otra opción que conocer la historia de boca de los asesinos. Perdura la percepción de que los científicos de la época preferían que aquellas personas se mueran para poder estudiarlos. Aún hoy notamos los burdos argumentos con los que se excusan por no haber atendido a un mujer enferma.

Después de su muerte, y aunque parezca imposible, la mujer fue ultrajada una vez más. Separaron su cuerpo de su cabeza, que Lehmann-Nistche envió a Sociedad Antropológica de Berlín.

Un siglo después, un estudiante encuentra bajo una de las vitrinas de exposición, en la planta alta del Museo de la Plata, un cajón con el número 5602, que contiene restos humanos envueltos en sábanas. Los huesos aún estaban blancos, por haber sido tratados con cal. También está allí el catálogo inédito de Lehmann-Nistche que se creía perdido. En la primera página dice «esqueleto (sin cráneo) de una india Guayaquí. Damiana. Fallecida en Melchor Romero en 1907. Su cabeza fue enviada al doctor Virchow.»

La cabeza llega en tres partes dentro de un tubo de estaño. Cuando abren el cráneo con un serrucho el corte llega «demasiado bajo», lo que impide realizar la preparación de la órbita, pero en cambio «el cerebro se conserva de una manera admirable», describe Lehmann-Nistche, después de recibir los comentarios de su colega de Alemania en una carta. Creían estar analizando un ejemplar de una tribu furiosa que aún vivía en la edad de piedra. Buscaban en la anatomía algo que comprobara sus teorías. No sentían el más mínimo remordimiento con respecto al trato que daban a las personas, ya que no las consideraban tales. «He disecado muchos cadáveres y nunca he encontrado un alma», en palabras de Virchow.

El camino de regreso de la mujer Aché fue largo en verdad. Tardó 114 años en volver a su tierra, una reserva de solo tres mil hectáreas donde sobreviven las comunidades.

Conocida su historia, los Aché cambiaron el nombre de Damina a Kryygi. Que aunque tampoco es el verdadero, que ya nadie conoce, al menos es uno elegido por los suyos. Pidieron la restitución al Museo de la Plata y al Hopistal «La Charité» (La Caridad) de Berlín, donde había quedado su cabeza, en la colección de anatomía. Ambos pedidos fueron concedidos. El trabajo de la antropóloga Patricia Arenas y de los integrantes del Colectivo Guías fue fundamental para el hallazgo y restitución del cuerpo. La periodista alemana Heidi Boehmecker fue quien encontró donde se guardaba la cabeza.

El proceso de restitución de los restos, en 2010, está muy bien documentado en la película «Damiana Kryygi», de Alejandro Fernández Mouján. Desde la visita al museo de Emiliano Mbejyvagi e Hilario Kanjegi como representantes de la organización LINAJE de Paraguay, hasta el día que la comunidad Aché de Ypetimí reciben los restos. Es una ceremonia en la que hay cantos y bailes de los hombres con los rostros pintados, y un anciano con el cuerpo lleno de plumas blancas pegadas a su piel. Las mujeres en silencio.

En 2012 restituyeron la cabeza, también lo muestra la película. Sobre un escritorio en el hospital de Alemania se ve el cráneo. Es pequeño y tiene todos los dientes en perfecta conservación. Es notorio aquel corte, una línea negra que da la vuelta entera, como una vincha, y que en verdad cruza muy cerca de los ojos. Tiene palabras manuscritas sobre el hueso. Manchas naranjas, dibujadas. Y dos resortes que van desde sendos ganchos atornillados al costado hasta la mandíbula, para sostenerla.

Explica un funcionario que también estaban la cabellera, un «cuero cabelludo seco», y «la lengua, preparada y conservada en formalina».

Después hay un acto en una embajada, un aeropuerto. Un viaje en colectivo por el Paraguay, a través de una ruta delgada, que se escurre entre campos de soja, donde antes había bosques inmensos y milenarios. Y es el final. De la película y de la historia. Ya no hay más nada que ese viaje de vuelta. Solo el recuerdo de una niña secuestrada después de la muerte de su madre. Nombres olvidados. Atropellos a las comunidades y a la naturaleza. Ofensas. Heridas profundas que nunca sanarán.


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