En la edición anterior compartimos un fragmento de la novela inédita "Lo que te vine a contar".
Compartimos ahora con nuestros lectores un nuevo fragmento.
A la mañana siguiente bien temprano fui, como tantas veces lo había hecho, a comprobar si la casa donde los abuelos habían vivido por cuatro décadas seguía en pie. El calor no aflojaba. Durante el trayecto de Palermo a Lanús en el 37, sentado contra la ventanilla, al fondo, mi cabeza viajaba en el tiempo por todos aquellos recuerdos que atesoraba con el abuelo Fran, por nuestras complicidades, por lo poco que conocía de su origen, más allá de saber que era el único de mis abuelos que no había nacido en la Argentina sino en Italia. La muerte de mamá, el haberme topado con esa caja repleta de recuerdos del abuelo, la foto con el fusil de quien sin duda sería su hermano Domenico, las cartas que no me atreví a abrir, todo parecía traer impreso el sello de un nuevo interrogante, exponía los numerosos huecos ya difíciles de completar en la remota historia de la familia. Bajé del colectivo en la estación de tren y caminé dos cuadras sin cruzar las vías. Al pasar por una panadería antigua aspiré esos olores que se meten por la nariz para alojarse directo en el corazón. Y si recordar es volver a pasar por el corazón, entonces no resulta extraño que esos olores suelan disparar los recuerdos más gratos. De todas formas, nada podía compararse con el olor del pan casero recién horneado que todas las mañanas preparaba el abuelo Fran.
Durante mi infancia, cada vez que subía a la pieza de la terraza en la casa de Lanús —en general a la caída del sol, cuando ya había pateado incansablemente la pelota de goma, destrozando la ligustrina— sentía que se abría ante mis ojos un mundo fantástico y misterioso. En pantalones cortos, lleno de ansiedad, trepaba a los saltos por los escalones rojos hasta la terraza tapizada de alquitrán. Allí había una pieza donde se amontonaban todo tipo de cachivaches y trastos viejos que nadie volvería a usar. Pero lo que más excitaba mi curiosidad infantil eran las pilas de diarios viejos, estibados en una hilera de estantes que trepaban del piso hasta el techo. Aquellas primeras planas recorrían el siglo veinte contándome hechos históricos de la Argentina y del resto del mundo, sobre todo si ese «resto del mundo» se refería a Italia, país donde había nacido el abuelo en 1892, en un minúsculo pueblo piamontés y desde donde había llegado, todavía adolescente, en uno de esos barcos repletos de inmigrantes. Entre aquellos ejemplares había varios del periódico La Protesta, aunque a esa edad yo no podía saber que se trataba de un diario anarquista, y mucho menos conocía el significado de la palabra anarquista, pero sí me habían impactado su nombre y sus títulos de catástrofe. Hacía mucho que el abuelo había muerto cuando empecé a investigar en las luchas obreras de principios del siglo veinte. Quería saber más de aquellas jornadas sangrientas de las que había escuchado hablar vagamente sin saber de qué se trataban. Ahora estábamos en enero de 2019. Mamá había muerto. Llegaban tarde todas las preguntas.