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  • Juan Pablo Trombetta

La dama del paraguas. Por Juan Forn

Federico Fellini está deprimido, una sensación que desconoce por completo. Pero los síntomas son inequívocos: una caída libre en lo oscuro, un vaciamiento, una bruma que ensombrece su humor y anula su voluntad. Nunca antes le ha pasado, nunca se ha tomado nada demasiado en serio en su vida, porque hasta ahora todo pasaba, y el buen humor y las ganas de vivir retornaban enseguida, pero esta vez la cosa viene en serio. El año es 1955, acaba de estrenar La Strada, en el extranjero lo celebran pero en Italia lo despellejan de la derecha a la izquierda.

Natalia Ginzburg le recomienda el psicoanalista que la sacó a ella del pozo unos años antes. Es un judío austríaco, junguiano, llamado Bernhard. La Ginzburg, igual de remisa que Fellini a la exploración de la psique, le cuenta que ese hombre la devolvió a la vida cuando los nazis mataron a su marido Leone y ella quedó viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños al fin de la guerra (“Yo llegaba a su consultorio y me esperaba un vaso de agua y una rodaja de limón en una bandejita junto al diván. Me acostaba y sentía la brisa que entraba por la ventana y miraba el vaso y la primorosa rodaja de limón y escuchaba la voz de Bernhard. Sólo puedo decirte que, cuando me hablo a mí misma hoy, en la noche oscura, me descubro una leve y reconfortante pronunciación austríaca”).

Fellini se decide por fin a ir al consultorio de Bernhard, pero a los pocos minutos de acostarse en el diván se sofoca, no puede hablar, el médico abre la ventana para que entre aire, Fellini ve que afuera está por caer uno de esos gloriosos chaparrones de verano que hay en Roma, inventa una precipitada excusa y sale corriendo, se adentra en una plaza dejando que el agua lo empape, cuando se queda sin fuerzas se queda con los ojos cerrados y los brazos caídos, perdido en la lluvia, hasta que de golpe se materializa un paraguas sobre su cabeza y una voz femenina le dice: “¿Quiere protegerse?”. Fellini y su misteriosa acompañante esperaron juntos el fin del chaparrón, conversaron, se besaron, ella le dio su número de teléfono y dijo que tenía que irse. Él hizo todo el trayecto de vuelta a su casa repitiendo mentalmente aquel número pero tardó una semana en atreverse a llamar. Cuando lo hizo, atendió una voz con acento austríaco: había llamado por equivocación al doctor Bernhard.

Fellini se trató cuatro años con él, era el único de los pacientes que tenía tres sesiones semanales, logró que las consultas fueran los dos de sentados y que, en lugar de diván y vaso de agua, hubiera una mesita con strudel y strega, e incluso que a veces los encuentros fueran en la trattoria de la esquina, pero no logró nunca que el doctor Bernhard aceptara hacer las sesiones en el lugar donde Fellini pensaba mejor, más a gusto: manejando su auto, con su interlocutor en el asiento de al lado y el coche dando interminables y elípticas vueltas por las calles de Roma. Cuando el doctor Bernhard le pidió a Fellini que llevara un diario de sueños, Fellini lo hizo a su manera: en viñetas, como un cómic. Cuando se lo entregó le dijo: “Ah, no se imagina cuánto más interesante sería esto si se lo contara en mi auto”.

El diario empezaba con un sueño siestero de Federico después de leer un cuento de Dino Buzzati en el Corriere della Sera, un sueño tan vívido que, nomás despertar, lo hizo subir a su auto y manejar hasta Milán para conocer a Buzzati y proponerle trabajar juntos la idea que fue plasmando en el auto durante el viaje, la famosa película que Fellini no podría filmar nunca: El viaje de Mastorna. O, como la quería llamar Buzzati, “La dolce morte”, porque era la continuación y culminación de La dolce vita. Fellini quería contar la historia de un tipo que bajaba de un avión que hacía un aterrizaje forzoso en la nieve, delante de la Catedral de Colonia. El avión era un DC-8. El tipo llegaba a un bar y ahí descubría que el vuelo en el que iba había caído en las montañas sin sobrevivientes. Mastorna iba a ser la historia de un hombre después de su muerte. Mastorna iba a ser el diario de sueños llevado al celuloide.

Desde que hizo Julieta de los espíritus, Fellini consultaba videntes y espiritistas. Su consejero de cabecera era un tal Rol, un tipo que restauraba cuadros a oscuras y tenía poderes de telequinesia. Fellini llevó a Buzzati a ver a Rol. La leyenda dice que Rol depositó en el bolsillo de Fellini un papelito al finalizar el encuentro. En el papelito decía: “No hagas esa película”. La leyenda dice que Fellini tardó tres años en descubrir el papelito. En el medio había enganchado a Dino De Laurentiis en el proyecto y le había hecho gastar una fortuna en decorados en “Dinocittá”, el estudio con que el napolitano pensaba superar a Cinecittá e igualar a Hollywood. Fue más por culpa de Dinocittá que de Mastorna que De Laurentiis se peleó feo con Fellini y llegó a embargarlo incluso. Giulietta Masina, la esposa de Federico, vio una mañana cómo entraban en su casa unos operarios y procedían a llevarse muebles y cuadros y montó una escena legendaria, no con su marido sino con el productor: fue hasta sus oficinas y le dijo con su proverbial vehemencia que ella no tenía problema en que los chicos jugaran, pero que dejaran en paz a los adultos.

Mastorna quedó trunca pero no olvidada. Fellini tuvo un recrudecimiento cuando leyó Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Logró contactar al esquivo autor, tuvieron una larga conversación en que Fellini le mostró su diario de sueños. Eran historietas, se entendían en cualquier idioma, hasta los brujos podrían leerlas sin problemas, dijo Fellini, y volvió a Italia, consiguió hacer las paces con De Laurentiis y que éste le financiara una nueva aventura. El plan era subir a un auto en San Francisco con Castaneda y las cámaras, y enfilar al México profundo. Castaneda se bajó del viaje antes de subir, De Laurentiis desactivó el proyecto y se llevó las cámaras, pero Fellini partió igual, con los datos para encontrar a Don Miguel, uno de los brujos compadres de Don Juan, y mostrarle su diario de sueños. Nadie sabe cómo le fue. Sólo se sabe que volvió a Italia y empezó a dibujar, que era su manera de empezar una película, pero aquella primera noche en Roma, cuando acababa de ponerle a una de las figuras que dibujaba los rasgos del brujo Don Miguel, sonó el teléfono en la madrugada y una voz le dijo: “No hagas esa película”. Ése fue el fin de Mastorna, hasta el último año de vida de Fellini, dos décadas más tarde.

Italia y el mundo lo trataban como un monumento para entonces, pero nadie le pedía una película. Después de un suelto periodístico que contaba melodramáticamente su cumpleaños con el título: “Cumpleaños de un desempleado”, el Banco de Roma le encargó tres comerciales. Fellini ya estaba grande y cansado, pero se acordaba de que en el diario de sueños había un par de escenitas que podían servirle. Empezó con más miedo que ganas, pero a los pocos días cambió: dicen sus amigos que fue la última vez que se lo vio feliz, aunque los comerciales nunca llegaron a filmarse: quedaron en un estado de intensa y promisoria y finalmente trunca preproducción.

Recién en el entierro de Fellini, sus amigos descubrieron por qué: durante esas semanas de conspicua felicidad, Federico se había reencontrado con una mujer de su pasado, a quien frecuentó en secreto y pintó una y otra vez durante esas semanas de agónica felicidad. La anciana dama asistió al funeral. Dijo que tenía todos aquellos cuadros en su casa y aceptó que los amigos de Fellini fueran a verlos después del entierro: eran todos retratos al óleo de una hermosísima mujer de treinta años. Los amigos de Fellini preguntaron a la anciana cuándo había conocido a Federico. Ella dijo que a mediados de los años cincuenta, en un parque, una tarde, durante una lluvia de verano, y sonrió como sonreía la fantasmal beldad de aquellos cuadros.


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