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  • Juan Pablo Trombetta

La espera. Por Jazmín Carbonell

-Qué hacemos aquí, éste es el problema a plantearnos. Tenemos la suerte de saberlo. Sí, en medio de esta inmensa confusión, una sola cosa está clara: estamos esperando a Godot.

Las palabras son de Vladimir, uno de los personajes teatrales más importantes de la historia. Junto a Estragón, en Esperando a Godot, esperan. La obra es extensa y las acciones prácticamente nulas. Ya desde el título queda claro algo del presente continuo sin aparente solución. Es una espera y punto. ¿Qué puede ser más distante a la idea del teatro mismo lleno de acciones y personajes que se modifican a lo largo de sus periplos? Aquí no. Todo lo contrario. Vladimir y Estragón se mantienen exactamente iguales durante toda la pieza, sin cambios, pero con reflexiones que a la luz del mundo en el que se ha convertido en menos de un año tan distinto y distópico, suenan fuertes. Y entonces los setenta y dos años que nos separan de la escritura de esa pieza emblemática parecen haberse convertido en pocos meses. O, mejor aún, parece que el propio Samuel Beckett se adelantó a su tiempo y advirtió que el futuro estaba vacío. Y que la humanidad entera espera, sin razones, de manera absurda la llegada de no se sabe qué.

En boca de Vladimir, Beckett se pronunció claro y tajante respecto al tiempo. «El tiempo, en semejantes condiciones, transcurre despacio y nos impulsa a llenarlo con manejos que, cómo decirlo, a primera vista pueden parecer razonables y a los cuales estamos acostumbrados. Me dirás que es para impedir que se ensombrezca nuestra razón. Bien, de acuerdo. Pero a veces me pregunto ¿acaso no anda errante en la interminable noche de grandes abismos?».

El Teatro del Absurdo fue el término genérico empleado por el crítico británico Martin Esslin en 1961 para referirse a un grupo de dramaturgos de posguerra que crearon obras con recursos y elementos que rompieron o al menos pusieron en jaque algunos conceptos tradicionales del teatro hasta entonces. Al nombre de Samuel Beckett se sumaron otros como Fernando Arrabal, Eugène Ionescoy Jean Genet. Ninguno de ellos muy convencidos de que la palabra absurdo los represente para su teatro ni de formar parte de un frente que los contenga. Pero sin dudas, su profundo rechazo hacia el realismo imperante y la manera de presentar a sus personajes, con profundidad psicologista y con una confianza absoluta en los diálogos como fuente de comunicación, los emparentaba mucho más de lo imaginable. El profundo desconcierto en el que estaba sumergido el hombre moderno luego de la Segunda Guerra Mundial, el genocidio nazi y la bomba atómica, quedan plasmados en este teatro en el que el desengaño, la desilusión y la incertidumbre son los sentimientos que se destacan. Sin dudas, Sartre, Anouilh, Camus e incluso el propio Artaud pueden considerarse antecesores de este remolino literario que cambiaba para siempre las reglas del juego. O quizás todos ellos sean hijos de El proceso, la obra kafkiana publicada de manera póstuma en 1925.

Beckett además de escribir obras memorables -junto a Esperando a Godot, escribió otras brillantes como Final de partida y La última cinta de Krapp- se ganó el premio Nobel de Literatura. Él, que no creía en nada, que estaba convencido de que su teatro no comunicaba y que los diálogos solo exacerbaban la confusión recibió esa noticia. Por supuesto, no fue a buscarlo. Entre las razones de la elección, la Academia pronunció: «Ha convertido la miseria de la humanidad en su exaltación».

Hace un año, en algunas latitudes un poco más, en otras un poco menos, el tiempo simuló detenerse. Confinada la humanidad casi de forma sincrónica, como nunca en la historia, lo único que quedaba era esperar. La vacuna, la cura, el milagro, la salvación. Y sí, todo eso junto puede representar Godot. Que va a llegar, no hoy, pero sí, seguro, mañana. ¿Qué mañana? No se sabe.


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