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  • Juan Pablo Trombetta

La farsa de una democracia exportable

Por Alejandro Silva

Los norteamericanos supieron exportar con éxito al menos tres producciones durante el siglo pasado: la espacial, la armamentística y la del entretenimiento. Desde la década del 30, luego del quiebre bursátil que originó lo que se conoció como la «gran depresión», supieron adoctrinar a su población y al mundo por medio de un ratón llamado Mickey que inoculó sin necesidad de dioses, ejércitos ni comisarios políticos, los valores y cosmovisiones propios de esa sociedad de época. Walter Elías Disney les mostró a padres e hijos cual era el modelo de trabajador emprendedor y meritocrático para convertirse en verdaderos representantes del sueño americano. Hollywood aún hoy ejerce tal penetración ideológica planetaria que la gran mayoría de Occidente cree que la Segunda Guerra Mundial fue ganada gracias a la participación estadounidense, olvidando que fue el Ejército Rojo de la extinta U.R.S.S. quienes en 1942 lanzaron la operación «Urano», un colosal movimiento de 500.000 hombres que aplastaron la retaguardia alemana del 6º Ejército en Stalingrado.

Ya desde el año 1787 en Filadelfia, cuando los llamados «Padres Fundadores» Adams, Franklin, Hamilton, Jay, Jefferson, Madison y Washington se reunieron para elaborar la primera Constitución y fundaron la República que formarían las trece ex colonias inglesas, lo hicieron con una manifiesta vocación imperial y creando restricciones de clase a la influencia plebeya dentro del gobierno. Una carta magna plutocrática, inspiradora de la nuestra de 1853 en su mayoría aún vigente, que admite exiguas libertades políticas mientras se respeten los privilegios del «establishment». Tal es así, que este modelo exportable de democracia representativa contempla un régimen electoral indirecto, es decir, la elección popular del presidente se encuentra mediada por un Colegio Electoral, cuyos electores resultantes por los Estados no están obligados a respetar al candidato que el mandato soberano le confirió, y a su vez, no mantiene la proporcionalidad por cantidad de votos, salvo dos de los cincuenta, el ganador de cada Estado suma la totalidad de los Electores. Un sistema electoral privado, sin ningún órgano estatal nacional que laude y fiscalice el sufragio, donde no es necesaria la acreditación presencial de identidad, en el que cada Estado tenga sus reglas electorales propias en cuanto a modos de contabilizar, tiempos para informar y remita jurídicamente conflictos a tribunales electorales con criterios disímiles. Un procedimiento de campañas basadas en el espectáculo y el marketing político, con un método recaudatorio obsceno que garantice que nadie pueda presentarse como candidato si no es directamente millonario o reciba ingentes cantidades de dinero por parte de donantes de grandes empresas o individuos ricos, que obviamente luego pasaran por el Salón Oval a reclamar su recompensa en contratos públicos o influencia política. Un esquema bipartidista histórico que no deja lugar a expresiones minoritarias, ni siquiera al interior de los mismos, como es el caso del Senador demócrata por Vermont Bernie Sanders, estigmatizado como populista de izquierda o directamente en código macartista como un socialista. Queda en absoluta evidencia que esta democracia exportable no es más que un enorme negocio para las elites, como se pudo apreciar en la última elección, la opción era votar a un multimillonario desde la cuna que decía proteger a la clase trabajadora mientras enriqueció a las grandes empresas, o votar por otro millonario financiero que supo amasarla como funcionario político a través de los años. La consecuencia de la derrota electoral de Trump, no reconocida al momento de escribir estas líneas y si afirmada por muchísimas cancillerías tras su simple designación mediática, está a su vez enmarcada en la declinación, no en la extinción, como referencia global de esa derecha radicalizada y fascista expresada entre otros por The Movement, una agrupación internacionalista de extrema derecha creada por su ex asesor Steve Bannon, que cuenta con personalidades como el húngaro Orban, el italiano Salvini, la francesa Le Pen, y en nuestra América Latina con Uribe, Bolsonaro, Camacho, Capriles, Guaido y la candidata a vice de Gómez Centurión en nuestra última elección Cinthia Hotton.

Pero que esto no genere confusión, al sistema le es indistinto la asunción de republicanos o demócratas. El fascista de Trump no declaró ninguna guerra, continuó el muro mexicano que habían iniciado Bill Clinton, deportó menos inmigrantes que Obama, sostuvo el enclave colonial de Guantánamo que su predecesor prometió cerrarlo, acordó la convivencia con Corea del Norte. En cambio los demócratas, fueron los de las bombas atómicas de Harry Truman y la OEA bañada en sangre de 1948, los de Kennedy en 1961 en Playa Girón, los arquitectos del Lawfare, los creadores seriales de ONG fantasmas denunciadoras de corruptos populistas latinoamericanos, los que montaron un aparato de inteligencia para perseguir a ciudadanos y presidentes, los que a través de sus embajadas reclutaron a jueces como Moro o Bonadío para armar causas y encarcelar a dirigentes populares como Lula, los impulsores de «golpes blandos» como el de Dilma Rousseff y Manuel Zelaya, los que desmembraron la UNASUR y financiaron nefastos grupos como el de Lima con la única intención de sacar a Nicolás Maduro de su legítima presidencia. Esos mismos demócratas que hoy se travisten con ropajes de adalides en la lucha contra el populismo y defensores a ultranza de la democracia y la libertad, claro está, si es fuera de su territorio. La política internacional no se trata de afinidades ideológicas, sino más bien de intereses geopolíticos y rentabilidad de mercados.

Ese consenso colonizado, casi místico, de creer que esta democracia imperial es exportable y asimilable a como sea y en cualquier lugar, se está desmoronando. La trampa de Tucídides donde el ascenso de Atenas y el temor que eso operó en Esparta hizo que la guerra fuera inevitable, se puede ver claramente hoy con la «emergente» China. Estados Unidos está sufriendo por la confluencia de fuertes rivales económicos como China y políticos como Rusia, sumado a una población debilitada por la caída de su economía doméstica y mostrando niveles de desigualdad entre deciles pavorosos, un añejo abismo racial cada vez menos disimulado, una demostrada incompetencia gubernamental y excesivas ambiciones globales por la búsqueda y apropiación de recursos energéticos. No existe un solo factor estrepitoso para identificar el momento de decadencia de los imperios, no fueron durante los 60 cuando Eisenhower denunciara el poderío del complejo militar industrial y su influencia en la política del país, ni cuando asesinaron al presidente John Kennedy, o al ex fiscal general Robert Kennedy, o al líder afroamericano Martin Luther King. Tampoco en los 70 con el espionaje político de «Watergate» eyectando a Richard Nixon. Ni por los 80 con la implosión de la U.R.S.S. y el fin de la guerra fría rompiendo el endeble equilibrio del poder global, ni la llamada crisis de las «hipotecas subprime» del año 8 de este siglo, pero acordemos, que con Donald Trump la decadencia institucional pareciese haber dado un salto exponencial y su recomposición futura se presenta al menos incierta.

No queda más que mirarnos nuestros ombligos regionales con lo sucedido en Argentina, luego de la efímera pero devastadora experiencia neoliberal, la vuelta del MAS-IPSP al poder tras el golpe de estado criminal en Bolivia, el proceso instituyente y constituyente en Chile, los buenos pronósticos electorales de desbancar la traición de Lenin Moreno en Ecuador, la pérdida de poder de Bolsonaro en las últimas elecciones estaduales en Brasil o la consolidación de López Obrador en México. Parece ser que es en América, en nuestra América, donde debemos referenciarnos para seguir construyendo, aunque probablemente imperfectos, procesos democráticos dignos de ser imitados. Dejemos que el decadente imperio siga construyendo su inverosímil democracia hollywoodense solo para las pantallas.


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