Hay seres especiales que nos atraviesan, nos hacen mejores, nos ayudan a ser lo que somos; maestros inesperados, faros a los que apuntar. Otros, además, acompañan nuestras vidas, como si caminaran a la par. Para muchos en estos pagos ese lugar lo ocupó Spinetta. Y cómo no pensarlo cuando ahora no más, quizás cuando esta edición ya esté impresa y distribuida, se cumplen diez años de su muerte. (Digresión necesaria o descargo de culpa: los periodistas, por definición, detestamos los aniversarios, las décadas de tal cosa, los siglos de tal otra. El oficio no es del de reportar lo que ya fue, sino de contar lo que está siendo, o lo que está a punto de ser). Es que aquella tarde de febrero, y muchas de las mañanas que le siguieron, aquellos que recorrimos la vida iluminados por su música sentimos ese particular desamparo, esa orfandad, de saber que ya no habría más nuevas canciones, que el mundo se había vuelto repentinamente más silencioso.
Aunque eso de caminar la vida con su música quizás no alcance para definir con precisión su importancia. Porque también fue puerta a nuevos pensamientos, ventana a paisajes mentales insospechados. Seguro que él se sacaría de encima rápidamente semejante responsabilidad, seguro también que lo haría con una de esas bromas, con ese humor entre absurdo y ácido que convertía sus presentaciones en vivo en una suerte de performance rockera. Y no se puede obviar tampoco las lecturas que nos habilitó, de Castaneda a Foucault, de Artaud a Rimbaud, de El secreto de la flor de oro al I Ching, y pienso ahora que sus canciones podrían funcionar también como una suerte de libro de las mutaciones, algo así como dime cuál te viene a la memoria y te contaré tu presente.
Dije memoria y estoy a punto de ceder a la tentación de empezar a citarlo, de recordar que mañana es mejor y que uno mismo es la muralla que lo encierra, porque con alguien con quien uno siente, o sabe, que ha acompañado su vida, los recuerdos de alguna extraña manera se entrelazan. Y así es como me voy a permitir traer aquí mi propia anécdota spinettiana, y lo hago porque más que de mí habla de él. Hacía años que intentaba entrevistarlo, pero eran esos tiempos en que Spinetta, desilusionado con los medios y con la industria de la música, sólo quería que fuera su obra la que hablara. Finalmente la compañía discográfica me comunica que accedía a responder a las preguntas que yo le enviara por mail. Un sistema poco satisfactorio para cualquier periodista, con lo cual lo primero que pensé fue decir que no, que eso no era una entrevista, mientras recordaba a un periodista veterano que se cabreaba cuando se usaba esa palabra, que claramente alude al sentido de la vista, para referirse a charlas telefónicas. Pero súbitamente tuve una idea: a cada pregunta «oficial» le sumaría entre paréntesis aquellas que me iba haciendo a mí misma. Le preguntaría (o me preguntaría), por ejemplo, si leería todo de corrido y luego respondería, si lo haría en orden, si alguna le resultaría demasiado compleja o, peor aún, irremediablemente desatinada.
Así las mandé, confiando en que la gente de la discográfica apenas iba a echar una mirada por encima antes de reenviárselas. Unos pocos días después llegaron las respuestas: Spinetta había aceptado el juego. Allí estaban las respuestas «serias» que servirían para la nota que debía publicar, pero también, y entre paréntesis claro, los comentarios al margen: «¿Té o café?» me (se) preguntaba, o si hacía falta abrir una ventana, usando la imaginación para construir la posibilidad de un encuentro más real. Se había divertido con la propuesta, lo decía, y hasta se esbozó que la próxima podría ser cara a cara. Y aunque finalmente no pudo ser, tengo grabado en mi mente ese momento así como el llamado telefónico que el mismo propuso entonces.
El recuerdo está en mí. Como una parte de mí. Digo esto y recuerdo un escrito de Tich Nhat Hahn, el monje budista que murió el mes pasado a los 95 años. Cuando uno de sus discípulos propuso construir un monumento que albergara sus cenizas llegado el momento, él rechazó la idea. Agregó que, si de todas maneras lo hacían, debía incluir una placa que dijera «No estoy aquí», y por si alguien no entendiera, otra que dijera «Tampoco estoy ahí afuera», y aún una tercera con la leyenda «Es posible que me encuentres en tu forma de respirar y caminar». Reflexionando más allá agrega: «Es imposible que una nube muera. Puede convertirse en lluvia o hielo, pero no puede convertirse en nada. La nube no necesita tener alma para continuar. No hay principio ni fin. Nunca moriré. Habrá una disolución de este cuerpo, pero eso no significa mi muerte. Continuaré, siempre». Como la música de Spinetta.