Matar un oso es un asunto. Imagino no es cosa fácil.
La parte mecánica no va más allá de apretar el gatillo y apuntar en la dirección correcta. En un disparo, en la distancia, hay cierta asepsia. Dispararle a un animal no es igual que matarlo usando un cuchillo, como hacen los gauchos, que ya es otra cuestión: la hoja entrando en la carne, la sangre a borbotones, el último espasmo, la tibieza del cuerpo sostenido con fuerza.
Bastantes hombres han matado un animal, pocos un oso, aunque sea con un rifle. Y es seguro que son muchos menos los que además de matar un oso, son escritores, como Osvaldo Baigorria.
Lo cuenta en «Postales de la Contracultura. Un viaje a la Costa Este. 1974-1984.»
«Matar a un oso es lo más parecido a matar a un ser humano.»
«Estaba a unos 20 o 25 metros y podía arremeter a la velocidad de un caballo. Saqué el fusil que tenía guardado para esas emergencias, disparé dos tiros y no se dio por aludido. Se paró sobre sus patas traseras, volvió a ponerse en cuatro y cuando estaba por iniciar su carga le disparé al centro del pecho.»
Dice el escritor que luego volvió a verlo en pesadillas, con la única diferencia que cuando está por dispararle el oso «deja caer su pelambre convertida en una manta, dejando al descubierto a una mujer blanca altísima, con los pechos desnudos ante la mira del fusil».
Hay varias cuestiones en esto. Algunas que plantea el mismo Baigorria: sobre quién era el intruso, si el humano en el bosque o el oso en aquel gallinero; y sobre qué persona tiene el coraje suficiente para matar, y el derecho, aunque sea un animal que luego se va a comer.
Sin embargo, hay un aspecto que extrañamente el autor no menciona. No lo hace en ninguna de las dos versiones que escribió sobre el hecho, ni en «Postales de la Contracultura», ni en «Sobre Sánchez». Me refiero a lo que sucede cuando un hombre tiene la visión de un animal. Una visión, y un animal, que luego regirá su vida. Común entre los nativos americanos, la visión llegaba en sueños o en retiros en medio de la naturaleza, mediante la cual muchas veces se obtenía un espíritu guardián. El oso, además, es entre los Oglala un animal que nunca tiene miedo, que posee alma como los hombres y que conoce los secretos de lo que crece en la tierra, pues la abre con sus garras buscando raíces, alimento.
En medio de los bosques canadienses, donde Baigorria vivió desde 1976 hasta 1984, el encuentro parece mucho más que una cuestión de gallinas y disparos. La naturaleza, sus formas, sus misterios, siempre dicen cosas.
Después de despedirse de su compañera de viaje en San Francisco, había llegado a Argenta, una región boscosa de Canadá que tenía una población de apenas 150 habitantes, apartada de todo, a 40 kilómetros por camino de montaña del pueblo más cercano y 900 kilómetros de Vancouver. Allí no había policía, municipalidad, banco, ni almacén. Todos vivían en cabañas en medio del bosque preparándose para el invierno, que duraba de cinco a seis meses, y traía temperaturas que alcanzaban hasta los 20 grados bajo cero.
Allí vivía en una cabaña de troncos, en la propiedad de 25 acres de una mujer que había abierto su tierra a otras personas, en un equilibrio entre lo individual y lo comunitario, que llegó a tener entre ocho y diez miembros. Compartían el trabajo y los productos de la huerta comunitaria y los frutales, además tenían, en cada cabaña, otra pequeña huerta, cabras, gallinas. Había mucha comida, explica Baigorria. «Así constatábamos que el socialismo solo funciona cuando hay abundancia. Al menos en pequeña escala. La escasez conspira contra la comuna».
Una vez un leñador le dijo a Baigorria: «solo un cierto tipo de gente logra quedarse en este lugar. Muchos no aguantan». Él escribe: «Hice el esfuerzo. Creí que era ese tipo de gente.» «Mi herida estaba a la vista. Me sentía inadecuado en relación con otros hombres de la zona, especialmente aquellos que sabían hacer las tareas más prácticas y necesarias para la vida en el Bosque. Aprendí a manejar la motosierra y usaba una camioneta de cuatro toneladas para ir a cargar leña, pero nunca podía arreglármelas por mi cuenta si surgía un problema serio.» «En esos años no me pasaba por la cabeza, ni por otro lugar del cuerpo, la idea de trabajar de periodista o escritor profesional. Mi inglés no era suficiente, Tampoco tenía una identidad sólida –ni fluida– de escritor. Ni la buscaba. Estaba capturado por una visión de vivir en y de la tierra. Una vida que tuviera a la tierra en su centro.»
La incomodidad entre los hombres que plantea Baigorria tiene dos direcciones, la que le provoca a él no poder hacer ciertas tareas con propiedad, y la que él le provoca al resto cuando escribe sobre la vida en la «aldea». Es la vida de los escritores. Nadie le pregunta a un hombre si sabe escribir un libro, en cambio parece imperdonable no poder hacer que un vehículo arranque, no saber cortar leña o usar un clavo y un martillo.
La pasión de contar historias y la de ser nómade parecen ir de la mano.
«La fiebre del camino sostenía el andar, el deambular, el vivir sin techo fijo. Si no fuese por la pasión nómade todo hubiera sido más triste, desamparado. La estrella del viaje nos alumbraba todo el tiempo.» «Éramos nómades, pertenecíamos a una especie de pura sangre, teníamos el paradójico orgullo de quien aprendía a sobrevivir a riesgo de intemperie.» «Solo trabajar y ahorrar lo suficiente para dejar de trabajar por el tiempo más largo posible, para seguir viaje, conocer otros mundos, vivir otras vidas. Si se juntaba dinero, se compraba tiempo, no bienes de consumo o inversión. Eso es –palabras más, palabras menos- contracultura. ¿O era?»
El viaje de Osvaldo Baigorria hasta Canadá, la vida en México, en San Francisco y en el bosque, es solo una de las historias de este caminante. Hay otras, escritas en varios de sus libros. Dice que aún le falta contar cuando caminó por Europa. Ojalá lo haga.