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La risa: un bien necesario.

De Miami a Palermo sin escalas, o sí, un poco más de 30 años de distancia y unos cuantos kilómetros en el medio. Y la sátira, por supuesto, la necesaria sátira que nos permite reír prácticamente sin darnos cuenta de que nos estamos riendo del drama social que nos rodea y oprime. Eso propone de alguna manera la nueva serie de Santiago Korovsky, División Palermo, en clara relación con aquella División Miami de los años 80, que hizo de la frivolidad un culto y del bronceado, los anteojos de sol, Don Johnson, la moda y la heteronorma un templo. Korovsky, con aguda acidez, reaviva esta idea de dos detectives (en este caso serán él y Pilar Gamboa) pero como figuras contrapuestas a ese cancherismo ochentoso. Ellos son antihéroes patéticos, ridículos. Y forman parte de la patrulla de Guardia Urbana, ideada como operación de marketing para mejorar la imagen de las dañadas y ultrajadas fuerzas de seguridad. Esta guardia es inclusiva, arrolladoramente inclusiva: hay un ciego, un enano, un viejo que casi no escucha, una chica trans, una mujer en silla de ruedas y un director general de la tropilla con un brazo ortopédico. Felipe (Korovsky) tendrá que demostrar alguna capacidad diferente para ser incluido: su condición de judío, al fin y al cabo, representa una minoría.

Ya desde el vamos, esta serie se propone burlarse de absolutamente todo. El humor puede hacerlo y debe. No tiene que pedir ni perdón ni permiso. Y esto es posible gracias a una nueva generación de comediantes que irrumpieron en la escena porteña desde distintos ángulos y con distintos procedimientos y formatos pero todos con la misma premisa: el desparpajo y el abandono a cualquier tipo de solemnidad. Si sus comienzos estuvieron quizás próximos al stand up, el género se diversificó, se amplió y se fusionó de a poco con las redes sociales que crecían a pasos agigantados conforme pasaban los primeros años del nuevo milenio. Uno que, sin dudas, estaría signado por Internet. Entonces los comediantes podían atreverse a mostrar lo suyo primero para los pocos que los seguían y luego ir sumando por un boca en boca novedoso, una red inconmensurable capaz de cruzar fronteras con un clic. Si los primeros standaperos de Buenos Aires mostraban sus monólogos en sótanos, con horarios tardíos y bien alternativos hasta llegar a grandes teatros, esta nueva generación encontró su primer escenario en las redes sociales. Primero con algunas intervenciones tuiteras, graciosas, con remate, luego ellos mismos hicieron sus videos y los subieron a YouTube y, finalmente, llegaron Instagram y TikTok que miden los seguidores con la precisión del viejo rating. Muchos de estos nuevos comediantes se hicieron conocidos luego de algún video que se convirtió en viral, que se mandaba de un dispositivo a otro con una velocidad que no se pudo prever.

Santiago Korovsky es un claro ejemplo de este estallido. En 2018 acompañó a Patricia Bullrich a una quema de drogas en Ezeiza y en su video testimonial lanzó la pregunta sin filtro que se convertiría rápidamente en su hit: “¿no se va a poder probar nada de esto para saber si es droga de verdad?”. Cierto cinismo propio de CQC, con algo del absurdo de Cha cha cha, Todo por dos pesos y Capusotto, un humor disruptivo, salvaje, todos ellos increpan, cuestionan y tocan temas inquietantes como el patriarcado instalado y abusivo, las nuevas formas del amor, la familia, los mandatos, la mujer en el mundo laboral, las minorías, la maternidad, la política.

Y en este contexto llega entonces División Palermo a la plataforma más popular e instalada de todas: Netflix. Impensable años atrás que una serie con tanta insolencia y que utilice la sátira para burlarse de todo el andamiaje político pueda estar en el top 10 de lo más visto en Argentina hoy. Bienvenido el humor irreverente porque para eso existe, para bajar la guardia con la risa, para liberarnos y poder luego pensar de qué nos estuvimos riendo.

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