- Juan Pablo Trombetta
Ladrar de noche. Por Ricardo Arkader
No era la primera vez que nos quedábamos en la quinta de Villa Elisa. Nora y Mabel -una pareja amiga-, se fueron una vez más de vacaciones. Nos vino bárbaro instalarnos, porque el tiempo estaba fantástico y podríamos disfrutar de la pileta.
Llegamos con mi mujer Laura y Betty, mi perra, un viernes por la tarde. Acomodamos todo cuanto pudimos y encargamos unas pizzas con cerveza. Y a dormir. La jornada había sido agotadora y bien nos merecíamos un buen descanso.
El sábado cerca de las 10. el sol comenzó a pegar con fiereza sobre nuestra ventana. Estaba ideal para levantarse y así poder disfrutar de una gran jornada. Un abundante desayuno y las compras de rigor en el mercadito de Vicente, que estaba a dos cuadras, sobre el camino General Belgrano.
Discutimos con Laura si llevábamos todo ahora o dejábamos la compra de la cena para después, con el objeto de aprovechar a fondo la pile y el sol.
Finalmente la decisión pasó por llevar el pollo para el mediodía y un suculento asado completo para la noche. Obviamente que excepto las ensaladas y el postre, el resto corrió por mi propia elección. Vacío, matambrito de cerdo, chorizo, morcillas, chinchulines y mollejas. Y dejé para el final lo más importante: el vino. Dos merlot, dos malbec, un cabernet sauvignon y dos chablis para los degustadores de blanco.
-No te olvides de la Coca Light para Teresa y Miriam-, me inquirió Laura desde el auto.
Vinieron los mejores amigos. Contamos ante el estupor de las minas, las mismas anécdotas de siempre. Por allí un poquito modificadas, pero con la misma esencia. Juan Carlos volvió a narrar el día que le tiró un borrador a Fatiga y le pegó a la vieja Pagani. César repitió una y mil veces su aventura con Cecilia arriba del bondi. Yo volví una y otra vez sobre el viaje de egresados a Bariloche, con todo lo que nos tomamos en Cerebro.
Claro que las chicas no se quedaron atrás. Ante la indiferencia absoluta respecto a nuestra conversación, apuntaron a un crochet que salió en Para Ti, una receta del Gato Dumas en Utílisima Satelital y respecto a lo mal que le quedaba el teñido naranja a Isabel Depino.
La noche se iba encendiendo y los pibes ya se habían dormido casi en su totalidad. Menos Betty, que ante el primer aullido de un lobo, disparaba a lo loco por toda la quinta.
Pasada la 1.30 sólo Sergio se quedó a hacerme compañía. Tomamos los últimos dos vasos de vino, nos dimos un beso y se subió silbando bajito a su Spazio blanco.
Sólo quedé yo y la noche. Me prendí un porro y contemplé la luna, la leve brisa sobre la copa del ciprés y el ondulante movimiento de la pileta.
Cuando estaba por acostarme, sonó el timbre. Detrás del porche estaba mi viejo, que había dejado la tierra hacía dos años. Con su gamulán calle Florida, de fines del 60. Con su bigote prolijo y su peinada para atrás con gomina Brancato.
Lo hice pasar, sin demasiados trámites. Nos aproximamos al fogón con el inalterable recuerdo de haber aprendido con él a prepara los asados. Un rato de silencio, de miradas esquivas y de rostros fruncidos. Sólo la paz de aquella noche de diciembre fue interrumpida por el nuevo aullido de un lobo y de los ladridos casi insoportables de Betty.
-Menos mal que viniste. Tenía muchas cosas para contarte, para decirte, para preguntarte-, le dije en tono inquisidor a mi viejo.
-Mirá, si la mano viene de reproches, pego la vuelta por la misma puerta que entré – respondió mi padre.
-Es que tengo tantas cosas para preguntarte, para decirte –le dije.
-Por lo pronto estoy bastante apenado porque no pude conocer a Betty. Me fui antes de tiempo, pero no me lo reprocho. Yo muchas veces me quise acercar, pero ponías un freno –me dijo.
El silencio y el sosiego de la noche volvió a ser interrumpido. Un aullido cada vez más cercano y un interminable ladrido agudo de Betty volvió a contaminar el ambiente.
-Sabes qué?, quiero que me cuentes cómo es todo allá arriba -le pregunté.
-Te quería contar sobre la difícil relación con tu madre. Es que tu abuelo siempre fue jodido y fue el principal impulsor de nuestra separación. Y esto te lo quiero aclarar, porque vos nunca lo entendiste- me contestó.
-¿Contame cómo es vivir en el cielo?-, le volví a preguntar.
-Yo sé que nuestra relación nunca fue la mejor. Yo sé que siempre me reprochaste que te haya hecho de Gimnasia. Yo sé que nunca me vas a perdonar que te haya llevado al bosque el día que descendimos contra Platense-, me insistió.
Otra vez el lobo y otra vez el histérico ladridito de la foxterrier. Otra vez la Betty encarando a la nada. Con la lanza en el hocico, cargando contra los molinos de viento. Sé que pasó una mosca a doscientos metros y la Betty reaccionó.
-¿El barba te atiende bien?, ¿se come bien allá?-, insistí con mi interrogatorio.
-Yo sé que nunca me perdonaste que no te haya prestado el 404 verde, cuando cumpliste los 18 y ya tenías registro. Yo sé que te dio vergüenza salir con Débora y andar con el 518-, me siguió sermoneando.
-¿Hay perros en el cielo?-, intenté distraer la conversación.
-¿Siempre esta perra ladra así?-, me preguntó.
Ya a esa altura de la noche, el aullido y el ladrido era insoportable. Betty ladraba a la nada. Buscaba interlocutor, a una hora en que los perros duermen.
-Yo sé que siempre te puse distancia. Cuando tuve hijos con Graciela, sentí que nuestra relación estaba definitivamente cortada. Pero yo intenté. Te regalé un perro que no era foxterrier. Te hice socio de Gimnasia. Te llevé un montón de veces a la alfombra mágica de 7 y 520. Te compraba Milkibar y Biznike Nevado. Pero vos me rechazabas sistemáticamente-, me trataba de explicar.
-A propósito: ¿hay fútbol allá arriba?-, lo volví a interrogar.
-A mí me parece que siempre tuvimos problemas de comunicación. Tu hermana me escuchaba más, me comprendía y jamás me exigió que le comprara repuestos Rivadavia-, decía mi padre.
Por enésima vez el insoportable lobo y la no menos terrible perrita Betty. Un animal encarando a la nada y un ladrido sin fin.
-¿Hay bibliotecas en el cielo?-, pregunté tímidamente sin la mínima intención de esperar una respuesta favorable y satisfactoria. -¿Qué fue lo último que leíste?-.
-Yo admito mis culpas, pero vos debes reconocer que tu comportamiento tampoco era de lo más adecuado. Yo insistía con llevarte al Ocho para ver los estrenos de Walt Disney y vos querías ir al Belgrano o al Roca, para mirar a la Coca Sarli. Me pregunto siempre: ¿en qué me equivoqué con tu educación?-, hizo catarsis mi progenitor.
-¿No querés una perra foxterrier de compañía allá arriba -, le pregunté inocentemente.
-Te agradezco much -, dijo seguro mi padre.
El ladrido proseguía sin solución de continuidad. Llegó al extremo de tornarse insoportable. Interrumpía la charla y la comunicación fluida con mi padre. Me impedía sacarme las dudas y aclararle las de él.
-Es tan difícil que me digas porqué me anotaste en el Colegio San Luis y no en una escuela del estado. Vos que fuiste peronista toda tu vida. Vos que militaste siempre en el campo nacional y popular, me mandabas a un colegio concheto. Allí se jugaba al rugby con una pelota que picaba para cualquier lado. Nunca fuiste claro conmigo-, te pregunté y vos no me escuchaste.
-Mirá: el barba nos atiende muy bien. Nos da paz, amor, serenidad, tranquilidad. No hace falta la comida, no hacen falta los libros. Y además: ¿qué otra cosa me preguntaste?-, me interrogó mientras la perra se quedaba afónica.
-¿Quería preguntarte por qué si yo te pedía repuestos Faber, vos me comprabas 303?, - lo comprometí con mi insidiosa pregunta.
-Vos querés saber cómo es estar allá arriba-, me intentó aclarar por si hacía falta.- Es como el aullido de un lobo. Es como ladrar de noche -