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  • Juan Pablo Trombetta

Lo que te vine a contar

Cuarenta y cinco años después de su muerte el abuelo se me presentó con su traje gris y el sombrero negro. Llevaba los anteojos culo de botella que no llegaban a ocultar el brillo de sus pequeños ojos azules. Iba a preguntarle cómo podía ser que estuviese allí, en la puerta de la bicicletería Melo de la que yo acababa de salir, en la esquina de su antigua casa de Lanús, pero un repentino rapto de lucidez me hizo comprender que era una pregunta idiota, además de inútil, y en cambio, con una serenidad digna de mi asombro, solo dije:

—Te estaba esperando.

—Ya lo sé —me contestó él con la misma voz que yo guardaba en la memoria. El abuelo tenía el aspecto que le conocí en mi infancia, cuando él pasaba largos los setenta. Me quedé mirándolo. Entonces me hizo un gesto para que entráramos en el bar que estaba en diagonal a la bicicletería. Pidió una medida de fernet puro para él y un Gancia con soda para mí. En el bar había pocas mesas ocupadas. Un ventilador de techo movía sus aspas muy despacio, como si el dueño intentara ahorrar energía; el mozo llegó con la bandeja, puso dos vasos sobre la mesa, sirvió primero la medida de fernet y después el Gancia, dejó un sifón, un balde chico con hielo y un plato con maníes. El tipo transpiraba copiosamente, se pasó un pañuelo por la cara y por el cuello, se quejó del calor y de la humedad, recogió la bandeja que había apoyado en la mesa contigua y se alejó. Apenas se fue el mozo, el abuelo inclinó un poco el torso sobre la mesa, como para asegurarse que nadie más escuchara, y me dijo en un tono muy bajo: —Escuchá bien lo que te vine a contar. Es una historia que te va a responder muchas preguntas. Ésas que ya no le podés hacer a tu mamá ni a nadie más en la familia. Por eso vine. Tal vez lo que te voy a contar te sirva para entender algunas cosas. O al menos para escribir un libro. ¡Ahí está! Yo te cuento la historia y vos la escribís como se te dé la gana, que para eso sos escritor —dicho esto se enderezó, vació de un trago la medida de fernet, apoyó con fuerza el vaso vacío sobre la mesa y exclamó: ¡Tenía sed!

En ese instante me pareció que la rubia que escribía en la mesa que estaba junto a la ventana era Patricia, la chica a la que al día siguiente del entierro del abuelo le di mi primer beso. Aquel sábado Patricia organizaba en su casa de Belgrano uno de esos clásicos «asaltos» adolescentes de los años setenta; yo no pensaba ir pero mamá opinó que ya bastante mal la había pasado como para encima perderme la fiesta: “Andá y divertite”, me ordenó con esa ternura medio bárbara que tenía. Dudé, pero entre los viejos y mis hermanos me convencieron.

Los padres de Patricia habían salido, de modo que estábamos al cuidado de su hermana de veinte y su novio; como era habitual en esas fiestas la luz más fuerte que quedó encendidada debió de ser una azul, porque las más fuertes las íbamos apagando con el correr de la noche. Cuando llegó la hora de los lentos la saqué a bailar. Patricia me encantaba pero hasta ese día pensé que no tenía ninguna posibilidad; creo que si esa noche logré romper mi granítica timidez fue porque el abuelo acababa de morirse; de alguna manera, desde el momento en que dejamos el cementerio de la Chacarita, sentí que todas las cosas me importaban menos, incluso un rechazo. ¡Qué podía importarme un rechazo, si mi abuelo estaba muerto! Así que al empezar el tercer lento la besé, con toda la torpeza del mundo, pero igual para mí fue un beso inolvidable, no tanto por el beso en sí, sino porque en lo mejor del asunto se cortó la música y nos separamos bruscamente, como si nos sintiéramos mirados por todos, algo alejado de la realidad ya que muchas parejas estaban en lo mismo, ya fuera bailando o en algún rincón oscuro. Todavía con una sensación dulce en la boca, la imagen del abuelo me asaltó de golpe y sentí que los ojos me empezaban a arder. Así que fui al baño y no volví a salir hasta asegurarme de que no se notara que había llorado. De cualquier forma el romance duró un suspiro: a las dos semanas Patricia andaba con otro. Pero nunca la olvidé. Así que cuando vi a la rubia del bar de Lanús quedé un suspenso, y de pronto me vi a punto de hacer un aterrizaje de emergencia en Carolina del Norte pocos meses después del reviente de diciembre de 2001 en la Argentina. Yo viajaba a Roma con el pasaporte italiano que había heredado del abuelo, pero por aquello de los puntos en la tarjeta tenía pasaje gratis a Miami y de allí una combinación barata a Roma previa escala en Filadelfia. Me había dormido apenas despegamos y de pronto el yanqui de piel mantecosa que viajaba en el asiento de al lado me despertó para anunciarme que el motor del avión se había roto. Debía abrocharme el cinturón porque ya estábamos a punto de iniciar un aterrizaje de emergencia. Miré por la ventanilla: allá abajo, aunque todavía lejos, se alcanzaba a distinguir el pulular de los carros de bomberos y de las aparatosas ambulancias de las series yanquis; mientras empezaba a cundir el pánico entre los pasajeros y el yanqui mantecoso no paraba de temblar y rezar, yo no entré en pánico sino que sentí una furia descomunal: cabía la posibilidad de que me estrellara contra la pista de aterrizaje en ese país de mierda que me importaba un carajo conocer, para peor solo y lejos de mi familia. Al final no pasó nada, desplegaron los toboganes y todos a salvo. Habría que pasar la noche en un hotel y seguir viaje al otro día. La línea aérea nos dio un puñado de vales para comer en uno de esos lugares de comida chatarra que estaba pegado al hotel. Solo quería llamar a Buenos Aires para avisar del retraso —desde luego sin abundar en detalles—, comer alguna porquería e irme a dormir. Ya en el despacho de fritangas no tuve más remedio que hacer la cola para elegir entre las exquisitas posibilidades que se me ofrecían. En la fila de al lado, reparé en una mujer más o menos de mi edad que hacía el pedido en un inglés fluido, con un tono que intuí argentino. Estaba sola e imaginé que habría de ser una de las personas que nunca pensó que aquella noche la iba a pasar en Carolina del Norte. Era una morocha interesante. Recibí a mi vez la bandeja con la comida y casi sin darme cuenta estaba de pie frente a su mesa:

—Disculpame, me pareció que tal vez fueras una de las pasajeras del frustrado vuelo a Filadelfia y que quizás hablaras castellano... —la morocha me miró con una sonrisa, sin dejar de masticar hizo un gesto para que me sentara frente a ella. En el momento en que levantó la vista y sonrió, me invadió la certeza de que aquella mujer no era otra que Patricia. Una inesperada excitación se apoderó de mí. Estuve a punto de trastabillar y echar todo el contenido de la bandeja encima de la supuesta Patricia, pero logré controlarme y mantener un precario equilibrio hasta acomodar mi cuerpo en la silla y la bandeja sobre la mesa. Cuando por fin terminó de masticar ella dijo: —Sí venía en ese maldito avión, hablo castellano, soy argentina y se ve que vos también... ¿o sos uruguayo? —Si la morocha era argentina las chances de que fuera Patricia crecían de manera extraordinaria. Se quedó mirándome extrañada ante mi repentino mutismo; tuve la sensación de que aquel silencio empezaba a incomodarla. Desvió la mirada hacia su caja de papas fritas y tomó un sorbo de gaseosa.


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