Por Pablo Franco
Las historias del maestro patagónico Julián Isidoro Ripa y de sus alumnos mapuches de Colonia Cushamen.
Hay algunas fotos borrosas de la escuela, están en la edición que la editorial Marymar publicó de “Recuerdos de un maestro patagónico”: son imágenes pasadas a un clisé, que eran unos sellos de aleación cuya matriz llevaba las imágenes a puntos. Así y todo se logran ver dos ranchos bajos, en tres fotos, una de ellas cubierta de nieve. Dos ranchos bajos en medio de un hondonada, a un costado los árboles negros, alrededor la nada. Es la Escuela Nº 15 donde Julián Isidoro Ripa fue maestro, en la Colonia Pastoril Cushamen, en la provincia de Chubut.
Llegó allí en el año 1936 y sería su hogar durante los siguientes siete. Tenía Julián 19 años y el título de maestro obtenido en la ciudad de Santa Rosa, provincia de La Pampa, donde había nacido y vivido hasta entonces. El camino a Ingeniero Jacobacci se hacía en tren, luego le habían dado un pasaje para la mensajería “La Rápida” hasta el pequeñísimo pueblo de Ñorquinco. Desde allí, hasta la escuela, lo llevó el panadero en su camión, que nunca había realizado el recorrido, pero conocía por otros el camino y estaba advertido de que las últimas tres leguas eran apenas una huella para catangos de bueyes.
En la soledad de la escuela, el maestro instaló su colchón y abrió el registro. Más de la mitad llevaban el mismo apellido, Nahuelquir. Es que la colonia Cushamen, dice Julián Ripa, está “poblada por aborígenes araucanos descendientes, en su mayoría, del cacique Miguel Ñancuche Nahuelquir”. La Colonia, al norte de Chubut, en el límite con Río Negro, fue creada por decreto el 5 de julio de 1899, y se dividiría en 200 lotes de 625 hectáreas. Tenían prioridad para acceder a esos campos los indígenas que ya vivían en el lugar, pero también aquellos ciudadanos argentinos que cumplieran con los requisitos de un colono, como el de aportar un capital en ganado, sembrar al menos diez hectáreas, plantar doscientos árboles y levantar una casa. Los límites de la Colonia y la pertenencia de los lotes aún hoy son foco de conflicto entre los descendientes de aquellos pobladores y las compañías extranjeras que poseen campos que desde aquel entonces limitan con la colonia. Jones Huala reclama tres de aquellos lotes.
La historia productiva de los lotes, cuenta Ripa, casi siempre es la misma. Es el caso de Don Juan, padre de una de sus alumnas. Al principio sucedió lo esperado. Edificó su vivienda, plantó sus álamos, levantó sus corrales. Tenía un buen número de ovejas, una tropilla pareja y una arisca manada de yeguas. “Años de sobrepastoreo empobrecieron el lote, dejando talados los duros pastos. Inviernos rigurosos diezmaron su mal nutrida hacienda.” Explica Ripa: “Ahora (y eso fue hace 80 años) Don Juan es dueño solamente de las ruinas de su vivienda y sus corrales, a la sombra de los altos álamos; y de un puñado de ovejas que no le da para subsistir.”
La pobreza es todo en Cashumen. Una pobreza vieja. Para los aborígenes, después del genocidio de Roca, llegó la pobreza. Un genocidio silencioso. Otro.
Los alumnos de Julián Isidoro Ripa se morían de hambre.
Aquel primer día de otoño, mientras esperaba, los vio llegar. Primero Delfina, Prudencio y Claudio, los tres sobre un caballo flaco, tras caminar dos leguas. Después Valentín y Daniel, también sobre un caballo. Más lejos se ve caminar a Julia y Francisco, viven solo a media legua. Van llegando, sin horario, como pueden. Entran. Julián Ripa los describe así:
“Veo al pequeño que encabeza la hilera. Tiene puestas, mejor dicho está puesto en un par de botas patria, casi tan grandes como él. Su dueño original, debió ser un hombre más que de buen pie. Otro y otro, y otro más, se envuelven en amplias chaquetillas que denuncian su origen: una institución de beneficencia que las obtuvo de un cuartel de bomberos porteño. No ha habido tiempo de arreglarlas, para amoldarlas a los cuerpos menudos de quienes las lucen. Aquel tiene una gorra inmensa para su pequeña cabeza.”
“¿No me engañan mis ojos? ¿Es verdad tanta pobreza? ¿Puede ser real tanta pobreza? ¿Puede haber niños que vengan a la escuela como vienen estos?”
“Yo sé de pobreza. Yo mismo soy pobre. Y he ido a la escuela con muchos compañeros de mi misma condición. Pero como esta pobreza, no he visto nunca. Ni siquiera he podido concebirla, Pero aquí está. Real. Al alcance de mis ojos, de mis manos, de mi olfato. Para verla, para tocarla, para olerla.
Digo a los alumnos unas pocas palabras de presentación y de saludo.
La fila, silenciosa, se pone en movimiento hacia las aulas.”
Así comienzan los días del maestro Julián Isidoro Ripa en Cushamen. Pronto aprenderá que lo más importante es preparar la comida, atender a los niños, luego intentar enséñales. Se enterará que a Cushamen nunca ha ido un médico, que los niños nunca han tomado leche, que no hay trabajo, que no hay siquiera leña, que sobra enfermedad y muerte.
Un día decide ir a ver a Don Juan, cuando se da cuenta que su hija Clemencia hacía ya unos días que no asistía a la escuela. Sus hermanitos le han dicho que está enferma. Clemencia es una alumna adelantada, tez morena, ojos negros, ojeras, cabellos largos prolijamente trenzados. Lo anuncian los ladridos de los perros. Sale Juan, un indio muy viejo, muy flaco, en la escuela sus hijos se sientan junto con sus nietos.
En la cocina oscura, las mujeres acomodan una matra sobre un banquito. El fuego se alimenta de “leña de piedra”, algunas espinosas matas de calafate, plantas secas de charcao, bosta. No hay otra leña. Hasta las tablas del catango tuvieron que sacrificar a la necesidad del calor. Los bueyes del catango, con los que Don Juan iba a la cordillera en verano a buscar leña, murieron de viejos.
Escondida en la oscuridad de la cocina, sobre una cama de cueros aplastados, Clemencia se esconde del maestro. Cuando le “pasa la mano” para saludarlo, siente los huesos, su mano mucho más flaca y caliente. “¿Cómo estás?”, pregunta. “Así nomás”, dice la niña. Cuando Julián le pregunta a Don Juan qué tiene, él responde: “Tiene que ser picadura de pulmón, nomás”.
Lo que tiene es tuberculosis. Pero hasta allí no llegan los médicos. Tienen tos, arden de calor, no quieren levantarse, escupen sangre. No es el único hijo que han perdido, ni será el último de los suyos. “Ta muy jodido la Clemencia, maestro”, dice Don Juan. “Bien jodido –ratifica enfáticamente la madre-. Quién sabe si se salva”.
Hay silencio. “Una honda, pesada angustia, llena el oscuro y frío ámbito del rancho. Me quedo sentado sobre el banco con matra. Deseo irme, sentirme libre de esta opresión, respirar el claro aire de la tarde. Pero no puedo dar a Clemencia la sensación de que huyo de ella, de sus manos que me queman, de su tos, de sus cueros. Y aquí sigo, incapaz de toda acción. No sé si minutos, no sé si horas. En todo caso, una eternidad para mi espíritu. Me arranco por fin del asiento. Paso la mano a Clemencia, con una forzada sonrisa, con un mentido optimismo”.
Al día siguiente volverá Julián Ripa a estar frente a sus alumnos. Sabrá que el banco de Clemencia estará definitivamente vacío.
Otra mañana, antes de comenzar las clases, el maestro escuchará los gritos de un niño. Es Eulogio, más allá del río. Lo cruza desesperado, lo encuentra con el brazo colgando del hombro. “Se cosquilló” la yegua, dio unos saltos y lo tiró al suelo. El médico más cercano está a cuarenta kilómetros. Aseguran el brazo con unas tablas y una faja. Busca al mayor de los alumnos, le escribe una nota y lo envía a la casa del vecino más cercano con camioneta. La espera será eterna, hasta que en medio de los quejidos de Eulogio se escucha el ronroneo del vehículo. Ponen sobre la caja un colchón y parten rumbo a Ñorquinco. Un camino largo. El médico dice que no se puede enyesar, no puede realizar una radiografía, no tienen con qué. Lo entablilla otra vez, mejor, lo quiere volver a ver en unos días.
Después del viaje de regreso, de trasmitir las indicaciones, deja a Eulogio en el rancho de sus padres. Al día siguiente pasa a verlo. Han llamado al viejo Mariano, que sabe arreglar los huesos, a pesar de estar ciego. Eulogio se queja en los cueros, sobre el piso, que hacen de cama. “Eulogio no volverá a Ñorquinco. No volverá al médico. Eulogio fallece días después. ¿De qué ha muerto Eulogio? ¿De la quebradura? ¿De qué otra cosa? ¿Qué importa ya, si el saber de qué ha muerto no resucitará a Eulogio?”
Las historias se repiten. A Valeriano, muchachito triste y semidesnudo, se le murió de hambre el caballo frente a la escuela, el único del que disponía la familia. Otra alumna, que hasta hace poco había sido su alumna, sale a saludarlo cuando visita el rancho de su familia: está embarazada. Otra visita, en la que pregunta por Lucía, le dan por respuesta: “Ah la Lucía, la Lucía casó”. Con un hombre mayor, no por ley, “así nomás casó”, le dicen a Julián. Las niñas son las que más sufren. “Y he visto a Francisca N., -mujer de ocho años- subir y bajar varias veces al día, quebradas de seiscientos y setecientos metros; y andar kilómetros a pie repuntando chivos, mientras los hombres de la casa tomaban mate con la leña que ella misma llevaba.” O la historia de la vez que en la casa de Mariano, el anciano le dice: “Maestro, quiero que elija una de estas nietas y se la lleve con usted. Estoy cansado de tener nietos indios. Ahora quiero un nieto tobiano. Que pueda llegar un día a ser ministro.”
La verdad sobre la forma de vivir de la comunidad Cushamen Julián Ripa la aprende en los ranchos, cuando se interesa por los niños, cuando comparte el fogón y las charlas. Escribirá: “Continúo mis visitas. En lo de don Francisco, en lo de don Bernardino, en lo de don Antonio, recibo las mismas respuestas. Caballos flacos, niños desnudos. Promesa de echar los colegiantes en la escuela el mes que viene. Las casas de don Francisco, de don Antonio, de don Bernardino, son iguales a la de don José, iguales a la de don Juan. En todas la misma pobreza. Los mismos hombres vencidos por un mismo ciego destino. Un destino sin ayer, sin hoy, sin mañana. Sobre todo sin mañana. Sin ningún mañana. Resuelvo suspender por hoy mis visitas. Ya he visto demasiada miseria, demasiado dolor.”
El libro cuenta también pequeñas alegrías, largos viajes por hermosos paisajes, situaciones de complicidad con los niños, cuando el maestro asiste a un entierro, a un festejo del 25 de mayo, a la señalada de los corderos, y a la ceremonia del Camaruco, que viaja a presenciar junto con otros maestros, de El Hoyo y Euyén. Se narran los progresos de la escuela, cuando la amplían, y arman un internado. Las mejoras en la comida y de las condiciones en general. La solidaridad entre los pobladores de la Colonia. Los recuerdos, treinta años después, de una alumna que le cuenta sobre la vida de los habitantes que allí quedaron.
Un 17 de agosto de 1943 Julián Ripa y su esposa dejan la Colonia rumbo a Esquel, donde el maestro se convertirá en abogado, donde escribirá “Recuerdos de un maestro patagónico”, un testimonio vívido que nos llega a través de los años con la fuerza que tiene el sufrimiento de los demás. Con la fuerza de ver los orígenes de nuestro país, de las personas que los conformamos.