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Los cuentos del pasado: el antídoto del futuro. Por Jazmín Carbonell

Sobre el final de la película Fahrenheit 451 de Truffaut (1966), basada en el libro homónimo de Ray Bradbury (1953), un anciano en su lecho de muerte le transmite a su pequeño sobrino el libro en el que se ha convertido. En pleno macartismo nadie se atrevía siquiera a pensar en publicar esa novela con un futuro distópico en el que los bomberos abandonaron la misión de apagar el fuego y en cambio se dedican a reducir a cenizas los pocos libros que quedan sobre la faz de la tierra. Pero Bradbury lo logró y consiguió la atención del joven Hugh Hefner y su novela salió en forma de fascículos en la revista Playboy. Maneras de sortear la censura y las listas negras. Así como lo hizo el propio Arthur Miller que en el mismo año escribió la obra teatral Las brujas de Salem. Claro que extrapolando la persecución a 1692, específicamente a aquel episodio ocurrido en la aldea de Salem (actual Massachusetts) en pleno colonialismo norteamericano. La distancia permitía sortear las censuras. Pero el tema seguía siendo el mismo: la cacería, la acusación.

En la historia de Bradbury los libros son el terror de los grupos poderosos. Tener habitantes con pensamientos, con imaginación y con ideas propias es un peligro para el poder de turno. Así entonces, la poca ficción con la que se pueden encontrar los ciudadanos de este futuro-infierno son realities más cercanos al Gran Hermano casi presagiado por Truffaut. Se ha dicho incluso que esta historia lejos de ser de ciencia ficción es de anticipación.

Lo interesante y premonitorio de Fahrenheit 451 es que el mundo se volvió absolutamente visual. La imaginación perdió de tal modo peso que la sociedad se ha convertido en autómatas que responden lo que quieren los dueños de la información. Sin Internet, Bradbury imaginó otros modos de control. La solución, o quizás sería más prudente hablar de salvación, quedaría en la memoria de los pueblos. Y entonces la pregunta se instala: ¿Dónde se almacena la memoria si los libros están prohibidos?

La resistencia quedará para unos pocos, aquellos que se le atreven a la literatura o, por qué no, los que no pueden vivir sin ella. Apartados, viviendo en comunidad, conformando una especie de aldea hippie, se convierten en el reservorio de la memoria al memorizar cada uno un libro y convertirse de ese modo en Hombres Libros: el único futuro posible, aquel capaz de contener el acervo cultural, con sus mitologías, sus héroes y sus historias. Sin ese legado no hay nada. Esa sociedad imposibilitada de almacenar libros debe hacerlo con su memoria.

Y entonces tal vez sea conveniente viajar en el tiempo y repasar de dónde venimos. Nuestra cultura se forja a partir de libros fundamentales que le han dado su espesura, que fundaron al mundo occidental. Las epopeyas homéricas (La Iliada y La Odisea) nacidas en plena tradición oral le dieron forma a la educación griega porque, recitadas en ceremonias públicas, cumplían el rol de educadoras sociales. Los aedos y los rapsodas eran los poetas encargados de transmitir el acervo mítico mediante recursos mnemotécnicos e instrumentos como el arpa, la lira, la cítara y finalmente el bastón para acentuar el ritmo; las epopeyas viajaban así de pueblo en pueblo con la misión fundamental de perpetuar en el recuerdo los hechos gloriosos del pasado y de ese modo cumplir con los imperativos de la moral.

Con la llegada del alfabeto, estos cuentos populares fueron fijados, inmutables, en libros. Pero quedaron, pudieron llegar a las nuevas generaciones como el relato de la historia. Así como también Boccaccio fijó los cuentos populares que se narraban en la Edad Media en el Decamerón, otro de los libros fundantes de nuestra cultura, un contario que recopila cien cuentos tradicionales y que quedan fijados en un libro, una especie de caja de Pandora de lo que fue la época medieval, con sus usos y costumbres, sus tradiciones, sus modos de ser en el mundo. Y es tal la importancia de este libro que ha quedado en la historia como uno de los antecedentes del Renacimiento, uno de los períodos culturales más ricos y emblemáticos de la historia.

Cuando Bradbury se dispone a escribir su novela, la quema de libros, la censura y las listas negras de los grandes escritores eran moneda corriente para las formas autoritarias de establecer el control poblacional. En plena época macartista, algunos libros habían sido retirados por considerarlos “corruptos”.

Oral o escrita, transmitida de generación en generación en forma de cuentos, de relatos, de epopeyas, de poesía, de abuelas a nietos, de la forma que sea, nuestra historia viaja en el tiempo. Le da el armazón a la identidad de los pueblos, la memoria colectiva que nos permite la comunión. Es la única forma de combatir la eterna repetición de los grandes flagelos. Como dijo Huxley quizás la lección más grande de la historia es que nadie aprendió sus lecciones.

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