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Los días “cualquiera”. Por Federico Navascues

Un jueves cualquiera ingresé en un aula de la Universidad y me presenté ante el docente, un flaco alto, morocho y con los pelos bastantes desprolijos. Tenía una sonrisa particular y trasmitía paz. Yo nunca tuve paz. Desde que recuerdo siempre viví corriendo: de miedo en miedo, de risa en risa y de llanto en llanto. La incertidumbre teñía todo pero en aquella oportunidad me detuve.

Poco a poco me encontré contando los días que restaban para la próxima clase, para volver a sentir la adrenalina recorriéndome, ese tropel de caballos desbocados que gozaban rompiendo mis cadenas. Empecé a comprender a mi amigo Jorge cuando me decía una y otra vez, siempre alzando la voz y descajetado: “lo más importante no es eso por lo que deseamos vivir sino aquello por lo que estamos dispuestos a morir”. Al viejo lo habían perseguido los milicos en el 79, sabía que cada momento podía ser el último. Duele internalizar que contemporáneos nuestros atravesaron situaciones así de trágicas.

Cuánto más dispuesto estás a enseñar más te enseñan. Las técnicas fueron llegando con buenos consejos y alientos. El Gringo Torrek se paraba en la sala de profesores y remataba con una soberbia militante: “para transmitir hay que comprender y para despertar interés hay que sentir lo que se dice, si no es así todas las ideas caen en un abismo, en el más vulgar e intrascendente de los abismos”.

¿Qué no hicimos en ese simpático edificio…? Charlas, debates, radios, investigaciones, seminarios; creo que hasta aprendimos a tocar la guitarra. Y es tan loca la vida que una tarde la profesora de música me tiró una de esas frases que te dejan pedaleando en el aire durante noches. Yo venía desganado con los acordes y mis compañeros me habían apodado dedos de quebracho. Iban cinco meses y no podía sacar el estribillo de “Imagine”. Cuando lo logré, al octavo mes, me sonrió con los ojos y me batió: “los estudiantes nos dan una sola oportunidad para compartirles el arte que conocemos. Detrás de un mal alumno es muy probable que haya un docente cansado o abandonado. Por eso jamás debemos hablar mal de nuestros alumnos. Ellos nos hacen posibles, nos crean”.

Hoy cumplo setenta años y tal vez sea mi último día en la universidad. Trato de hacer memoria y traer al presente el rostro de los estudiantes que me deslumbraron. Mientras me tomo un café en el bar me pregunto qué habrá sido de sus vidas. A veces juego a asignarle un rol y un trabajo a cada uno. Después reniego de mí mismo y les auguro libertad y vocación. Qué lindo sería verlos nuevamente y comernos un asado, robar del estanque del recuerdo un par de anécdotas. Escucharlos susurrar y mirar sorprendidos. Los años pasan, rajan: 15, 18, 25, 30 y zaz. ¡Cuánto les debo!

Mi amigo Diego tenía una placa de hierro junto a la parrilla que decía: “la vida es una sucesión de asados”. Yo agregaría que también es lo que pasa entre café y café. Mis años dorados florecieron en un bar. René era el mozo. Morocho y bien flaquito. Aunque no te hubiera visto entrar sabía que estabas ahí, en la mesa de siempre: taciturna y al costadito. La lectura desataba esperanzas. No importaba si llovía o el sol pegaba con furia. El ambiente no perdía su equilibrio. Esos lugares nos impregnan de colores y aromas, nos dan su impronta y regresan el tiempo. Kawaguchi siempre tuvo razón, el café es la más sofisticada máquina del tiempo.

En fin, la docencia y el bar despojaron a los días sin sentido.


Hoy estoy seguro de que viví …


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