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Memorias de un turista.

Fue en 1993 la primera vez que oí hablar de Mar de las Pampas. Me contó una amiga que estaban forestando en el sur de Villa Gesell. Mi familia tenía un departamento en la villa y desde chiquito ibámos todos los veranos.

Un día nublado, de esos en los que no da para instalarse en la playa, fuimos con mi mujer y mis hijos de cuatro y dos años a ver de qué se trataba esa nueva forestación.

Cuando llegamos quedé maravillado con el bosque, con la playa amplia y sin gente. El balneario con apenas una hilerita de carpas mirando al mar. Era diciembre y nos costó encon-trar alguna persona con quien averiguar si se podía alquilar algo para ese mismo verano. Caminando por la playa nos encontramos con un guardavidas, Cristóbal, y le pregunta-mos si conocía alguien que alquilara alguna casita. Nos contó que él estaba construyendo una casa pequeña para su suegra pero que tenían pensado alquilarla. Fuimos juntos a verla y la realidad es que estaba en plena obra, pero quedamos tan en-cantados con el lugar que confiamos en que estaría terminada y ahí mismo le dejamos una seña para volver ese mismo ve-rano.

Cuando llegó la fecha establecida, la casa estaba recién ter-minada, esperando para que la estrenáramos nosotros. En ese fondo de saco Martín Fierro y José Hernandez vivían Cristó-bal y Silvina, la casita garaje de enfrente le alquilaba un tal Andrés Green, primo de Cristóbal, con sus dos hijas. A la vuelta estaba la familia de Jorge Vázquez y con todos ellos nos encontrábamos en la playa, a barrenar olas, tomar mate y charlar, junto al Rana, guardavidas del balneario, Sancho, Chiche Cecchino... Éramos una decena de familias que vera-neábamos por allí.

Todas las tardes, cuando el tiempo lo permitía, armábamos partiditos de fútbol con los pocos que estábamos en ese desier-to de arena que era la playa de Mar de las Pampas.

En el viejo vivero, donde se había iniciado la plantación original de este bosque, vivían dos parejas jóvenes (Gabriela y Pablo, Miriam y Carlos) donde, cada vez que queríamos dor-mir la siesta, mandábamos a nuestros hijos y las hijas de An-drés a comprar palitos de helado. Único lugar donde, si te-níamos suerte y los muchachos se habían inspirado, se podía comer pizza casera, algún asado, mate y no mucho más.

Nos gustó tanto el lugar y la onda de la gente que Mar de las Pampas se convirtió en nuestro refugio de verano. No sólo extrañábamos, durante el año, ese hermoso lugar, sino tam-bién el grupo humano con el que nos encontrábamos.

Nuestro hijo Manuel, que nació un 11 de enero, festejaba su cumpleaños allí. Para nosotros era un desafío, año a año, ar-mar un festejo especial. Invitábamos a todos los chicos que estaban veraneando o viviendo allí: Flopi y Rocío (hijas de Alejo Taburelli y Alicia Cloos), Natalia, de Alsupaherna (la casa vecina a lo de Taburelli, en la calle Almafuerte), Ludmila (hija de Pablo Fernández y Alejandra Tapponnier), Celina y Sofía (las hijas de Andrés Green), como elenco estable, más algún que otro niño cuya familia había recalado en Mar de las Pampas. Organizábamos búsquedas del tesoro, juegos de ca-rrera y se convirtió en un evento de tal modo que, ni bien lle-gábamos, los chicos ya preguntaban cuál sería el día del feste-jo.

Un día Cristóbal nos propuso a Andrés y a mí salir de pes-ca. De madrugada nos embarcamos en el gomón y a las 9 de la mañana ya estábamos de vuelta con decenas de pescados: corvinas, bagres, cazones. Silvina nos esperaba con el horno de barro caliente y listo para usar. Cocinamos empanadas, tarta gallega, filet de cazón, corvina a la parrilla. Estuvimos las tres familias varios días comiendo esas delicias provistas por la naturaleza.

Ahora, casi veinticinco años después, miro para atrás y me pregunto: ¿Qué era lo que me encandilaba de aquel lugar? ¿Era su hermosura libre de contaminación humana? ¿Era el silencio? ¿Era que me permitía a mí mismo verme sin disfra-ces? ¿Era la gente? Soñadores, bohemios, intelectuales conec-tados con la naturaleza, animales autodestructivos de una especie en extinción.

Mar de las Pampas fue para mí y para mi familia, durante más de diez años, “un lugar especial en el mundo” por su belleza, la paz, su gente, el aroma a eucalipto entrando por José Hernández, las caminatas para buscar hongos de pino, los perros blancos como Panqui y Luna, las tormentas de ve-rano, el olor a Pinocha, las caminatas por la playa hasta el barcito Siberia, camino a Gesell, los baños de mar después de los partidos de fútbol y un sinfín de sensaciones y recuerdos que llevaré siempre en mi corazón.


(Extraido del libro de Juan Pablo Trombetta, Mar de las Pampas, una historia).


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