En la biblioteca parlante de la facultad de ciencias exactas tres chicas estudian física cuántica. Van a rendir el final y están visiblemente estresadas. Súbitamente, Rubia baja su cuaderno y exclama: ¿Por qué la gente camina de la mano? Morocha la mira y le dice que no lo entiende, que cuando un chico le da la mano, ella la evita acomodándose el pelo. Castaña sonríe, opina igual. Morocha agrega que es algo que sólo los hombres hacen para controlarlas. Las otras dos se ríen y asienten. Acaban de descubrir que tienen algo en común.
Estoy leyendo en el colectivo. Me molestan una mamá y su hija ruidosa de dos años sentadas hacia mí. La niña sostiene una cajita con un pastelito. Sus manitas cierran el contenedor con una destreza sorprendente, y mira a su mamá que le festeja el logro. La nena sonríe y justo es ese momento, pareciera a propósito, el colectivo toma una curva pronunciada y el sol le pega de lleno en la cara. La escena es hermosa. La nena mira a la mamá, y le sonríe mientras se le ilumina el rostro. Decido que algún día voy a ser padre.
Hasta cuánta poesía
puede guardarse en el pecho,
del cariño a la devoción,
sin cruzar la raya
de la apoteosis.
Por eso tiro del ovillo
incrustado en mis costillas.
Y mientras saco el hilo
escribo línea tras línea.
Y juego a hacer equilibrio
en el borde.
Porque no busco
un mar inmenso
donde perderme.
Te quiero par,
con tu beso y tu abrazo
cálidos, humanos, reales.
Cuando escribo
Cuando escribo me potencio.
Multiplico mis yoes.
Soy el del presente con
el de hace un segundo
y el de hace dos segundos
y el de hace tres segundos
...
En mis teorías el tiempo
es un continuo.
Somos infinitos y es para mejor:
No todos mis yoes tienen
algo interesante para aportar.
El que piensa algo lo escupe
lo vomita,
lo grita,
lo vende.
Presente decide
quien aportó algo gracioso,
algo inteligente,
algo monumentalmente pelotudo.
Presente controla qué se escribe
en la hoja de papel.
(Y al final
queda un collage
que se parece
un poco a mi)