El sábado 12 de febrero nuestra hija Josefina cumplió veinticinco años. Como en las últimas temporadas, por la noche trabajaba en Amorinda. Así que más allá de festejar con familia y amigos en el almuerzo en casa, ya habíamos reservado mesa para tener una cena familiar en Amorinda, mientras ella cumplía con su trajín de camarera. Esa noche Anna se sumó a nuestra mesa. Antes de pedir la comida se sentó a mi lado y me dijo con voz suave y pausada: “Después quiero hablar con vos”. Me preocupé. Siempre me asustan un poco esos anuncios.
Llegaron los postres, el cumpleaños feliz y los brindis.
Anna volvió a mi lado. Dijo que tenía que pedirme algo. Y entonces me contó que estaban preparando la edición de su libro. De su origen, de su historia. Yo sabía algo porque nuestra hija Sofía la había ayudado a tipear el manuscrito. La cosa es que Anna quería, para cuando estuviera listo el libro, tal vez para fines de marzo, que yo lo presentara. “Ya lo decidimos con las chicas”, dijo con tono de sentencia formal. Le respondí que por supuesto, que sería un honor, acaso sin recordar que nunca fui capaz de hablar en la presentación de mis propios libros.
Esa misma noche me dio el cuaderno manuscrito. Me lo llevé y quedó en la mesa de luz con la pila de libros que estaba leyendo. Pasaron un par de semanas y la lectura se demoraba. Hasta que un jueves me mandó pedir por
Josefina su cuaderno, que por favor se lo devolviera el sábado, que ĺo necesitaba. Desesperado y lleno de culpa empecé a leerlo enseguida y a los pocos renglones lloraba en silencio. Devoré sin parar la historia de Anna de Mongrassano.
La noche siguiente fui con el cuaderno hasta Amorinda. Ella estaba sentada en la cocina con su delantal. Amasando. Fue sencillo decirle cuánta emoción sentí, cuánto me remontó su historia de inmigrante italiana a la historia de mi abuelo, a la historia de millones de italianos e italianas que dejaron su pueblo natal para hacer su vida a miles y miles de kilómetros. Me tomó la mano y me agradeció. Yo le agradecí a ella. Los dos con los ojos húmedos. Le di un beso y la dejé con el cuaderno sobre la falda. Fue la última vez que la vi.
Hasta siempre Annita.