- Juan Pablo Trombetta
POE Y SU INOCENCIA Por Pablo Obando Guzmán
Actualizado: 20 dic 2019
“Bendito el hombre que no sufre una desilusión cuando se encuentra cara a cara con su escritor más reverenciado”, dice Rudyard Kipling mientras mira a Mark Twain después de seguir su rastro por Estados Unidos para lograr una entrevista con él. Cortázar, en cambio, nunca pudo conocer a Poe. Pero sí hizo lo que, tal vez, con casi cien años de distancia entre sí, se le acercaba más a esa experiencia: lo leyó, una y otra vez, hasta que terminó escribiendo su vida. Lo leyó y lo acogió, pero no con la admiración de Kipling por Twain, sino con el cariño de un padre que quiere cuidar a toda costa a su hijo incomprendido. Tomó todos sus cuentos y los tradujo al español: era inaceptable que las distancias lingüísticas o contextuales alteraran las historias, incluso que nos llegaran detrás de una traducción que no cuidara cada palabra como si le fuera propia. Y después, ya asumida la responsabilidad de toda su vida narrativa, hizo lo mismo con su vida personal.
En esa biografía, incapaz de esconder su cariño, Cortázar logra reproducir lo que Poe hace con prácticamente todos los personajes de sus cuentos: lo excusa, lo absuelve de toda culpa. Lo llama “Edgar” –casi infantilizándolo– y desde el principio hace manifiesto que la predisposición cardiaca, la orfandad temprana extendida por una adopción no oficializada, la mala relación con su “padre adoptivo”, la muerte de todas las mujeres significativas que alguna vez lo rodearon y las críticas injustas lo construyen como una víctima de un destino dramático. Sus episodios violentos son normalizados en su incapacidad de adaptarse a las “leyes humanas”; de sus columnas se destaca todo su talento, aun cuando el contenido es inadecuado o inoportuno; sus infidelidades se justifican en la demanda de sus necesidades emocionales e intelectuales, en su incapacidad de soledad; su alcoholismo y su inestabilidad cobran sentido en una búsqueda de perfección literaria en medio de un contexto precario. Todo para, al final, ver en él a alguien “fatalmente bello y misterioso” que se construyó a sí mismo en simultáneo con su narrativa; todo para, al final, defender a toda costa la inocencia de Poe. Pero Cortázar no era caprichoso, ni mucho menos ingenuo: es que, bajo esa construcción autor-narrador, Poe termina (como todos sus personajes) siendo inocente. No porque sus ejecuciones más macabras sean ignoradas, ni porque la morbidez y la sordidez de sus planes y sus crímenes se hayan terminado normalizando, sino porque él no se sabe culpable. No hay en él acción malévola que el “demonio de la perversidad” no justifique.
“La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia”, dice orgulloso el criminal que ha encerrado el cadáver de su esposa entre las dos paredes del sótano después de matarla con un hacha. Justo después de eso es él mismo quien conduce a los policías a la pared donde yace el cadáver y donde, sin saberlo, también ha encerrado al gato negro cuyos maullidos terminan delatándolo. Es justo cuando él se declara inocente que deja de serlo, porque así opera la inocencia: sólo se puede poseer en la medida en que uno sea inconsciente de ella. Quien se sabe inocente está, simultáneamente, traicionando y abandonando su propia condición, pues ha acabado en el momento de reconocerla. La inocencia, en otras palabras, sólo existe como inconsciencia, como ausencia, fuera de toda verbalización. No en vano el inocente no es sólo aquél que está libre de culpas, sino quien desconoce. Y Poe, más allá de todo el caos y la inestabilidad, nunca se supo inocente –o al menos así lo construye Cortázar–, y por eso termina siéndolo. Toda su vida y su narrativa están libres de culpa, blindadas en la tranquilidad maligna del “demonio de la perversidad”.
Pero, al final, lo diabólico de ese demonio no está en la perversidad, sino en que se hace casi irrefutable afirmar que es parte de todos nosotros. Poe puede ser inocente, pero todas sus culpas potenciales terminan transferidas a nosotros: sus lectores. Lo podemos exculpar porque le creemos, porque entendemos que sus crímenes son culpa de algo que lo excede, que actúa a través de él, pero nunca de él. Pero en esa conciencia no podemos perdonarnos que, latente y amenazante, esa misma perversidad yazga en nosotros lista para empezar a operar en cualquier instante de extrema humanidad. Como a Cortázar, Poe nos condenó a todos a su propia vigencia. Siempre es oportuno leerlo en tanto el profundo temor de que nuestra perversidad interna se haga manifiesta nunca desaparece del todo. Su vigencia, entonces, termina sosteniendo toda su inocencia y, simultáneamente, abarcando todas nuestras culpas.