- Juan Pablo Trombetta
Primicias de vida y aventuras del Gaucho Alambre
Osiris fue un gran folclorista uruguayo. Su obra fue interpretada por grandes artistas, como
Zitarrosa, Chalar, Di Fulvio, Larralde, Cafrune y Falú. Rescató un género olvidado como el
cielito, ya que nadie había compuesto uno en el Uruguay desde Bartolomé Hidalgo, doscientos años antes. Entre sus canciones más conocidas se encuentran El cisne negro, Gurí pescador, De tiempo adentro, Tata Juancho y Como yo lo siento. Sus poemas más difundidos son el Romance al General Lavalleja y el Romance del Malevo.
De niño su familia se trasladó a Sarandí del Yí (Durazno), donde pasaría su infancia, y más
tarde a Florida. Supo decir: Toda mi escuela es asombrarme: ver las cosas por primera vez. Yo podría verlas cien veces y cada vez podría escribir sobre ellas algo distinto. Creo que he encontrado la manera de hacerlo defendiendo al gurí que llevo adentro.
Un gurí que quedó siempre en las orillas del Yí, donde me crie… Trabajé en la ciudad y en el campo. He vagado por toda mi tierra y por la Argentina, y por Rio Grande do Sul. No sé cuántas veces atravesé con mi caballo sobre la frontera norte... ni cuántas veces crucé en canoa el Delta del Paraná... Mi principal oficio ha sido presenciar la vida... Me gusta el mundo, es algo que se está haciendo todos los días... También escribió unos pequeños libritos de cuentos. Textos al estilo de sus compatriotas Julio Da Rosa y Francisco Espínola, pero más parecidos todavía a las pequeñas postales rurales de Juan José Morosoli.
En los dos libros finales el personaje de Gaucho Alambre cobra protagonismo. «Era alto y delgado. Enfundaba las piernas un poco encorvadas en unos pantalones a rayas. Calzaba botas coloradas. Dos profundos surcos le ponían la boca entre paréntesis. Sus ojos,
muy claros, orillaban la malicia. Leía los diarios por afección y hablaba correctamente por
ironía, Cuando lo vi por última vez ensillaba en el patio. Su caballo era el último matungo del
pago. Chicuelón. Peludo. Bayo encerado. Ambos se parecían en los flacos y se hermanaban
en lo maliciosos.» Ese gaucho es presentado, con cierta ironía, en un breve cuento: pero luego es el protagonista del relato más extenso y final, en donde se describe el reencuentro con el narrador, muy identificado con el periodista, en la ciudad de Montevideo. En aquel cuento todo deriva hacia una pelea final en un boliche (presenciada por Osiris cuando era un niño), donde el Gaucho Alambre logra vencer a su oponente sin desenvainar.
Tiene ese libro, Vida y Aventuras del Gaucho Alambre, un primer cuento con una introducción algo larga y aburrida, sobre un encuentro con un gaucho viejo y borracho. Allí él habla de muchas cosas, pero lo más interesante que dice es sobre la utilidad de los campos. Cuenta que cientos y miles de hectáreas de campos de pastoreos de Uruguay han sido devastados por el uso del arado, transformados en tierras ruines por los efectos de la erosión. Tierras onduladas donde en cada vaguada hay un arroyito, todo defendido por montes paradores de vientos, abrigo para el ganado, praderas naturales con variedad de gramíneas que daban hasta dos invernadas al año, conformaban un paraíso ganadero como pocos del mundo, y fue arruinado.
El escritor se atreve a preguntar por las nuevas tecnologías, y luego de críticas a los que se
benefician arruinando la tierra, vendiendo tractores, dice:
«Fíjese en esto: cuando apareció el hombre sobre la tierra todo estaba muy sembrado. La
vida vegetal y la vida animal son complementarias. Pero al principio, fue vegetal… y hacía
millones de años que el viento era el único sembrador… Bueno: que yo sepa al menos, el
viento nunca aró…»
En el libro hay otros cuentos muy logrados: sobre picapedreros, sobre la viuda de un General que debe vender su lanza para no morir de hambre, sobre la llegada del tren, sobre los carreros, sobre el último gaucho en irse a buscar trabajo a la ciudad. Hay uno, quizás el más hermoso, sobre viejas costumbres, entre las que se rescata la de salir en Viernes Santo,
«campotraviesa», palo en mano, a cazar víboras, porque se obtenía así cien años de perdón.