Que es fugaz e irrepetible; que es susceptible de cambiar con el tiempo; que no tiene dos funciones iguales; que se termina de completar cuando se encuentra con el público. Esas son algunas de las definiciones extendidamente aceptadas cuando se habla del teatro.
Este año que acaba de terminar, obligó a los teatros a cerrar sus puertas durante meses como nunca antes en la historia y nos puso al abismo de una pregunta que parece no estar resuelta: ¿qué es el teatro? Durante siglos se consideró teatro a aquellas obras que quedaron plasmadas en la escritura. Quizás porque es tan esquivo el hecho teatral que lo único que puede conservarse de él son aquellos parlamentos escritos y que sin dudas pertenecen al campo de la literatura. Con sus propias especificidades, claro está: la obra teatral es diálogo y, por ende, es un puro presente dramático.
Luego, mucho después, aparecieron los edificios teatrales, espacios específicos destinados a esta actividad que en cada tiempo y en cada ciudad tuvieron características propias que permearon la escena. Y entonces «teatro» pasó a ser también el lugar que albergaba la escena.
«El teatro es ese entre que pasa entre el actor y el espectador» definirá mucho tiempo después Eugenio Barba, el gran autor e investigador teatral contemporáneo, al advertir que la puesta en escena no se termina hasta que alguien la ve y la completa. Le da sentido, un sentido entre los infinitos posibles. «Compone su propio poema con los elementos del poema que tiene adelante» sumará a esta idea de Barba el filósofo Jacques Rancière otorgándole al espectador un rol aún más importante: el de compositor. Una supremacía que jamás había pensado tener luego de siglos de estar relegado en la oscuridad, con la guillotina separadora que es el telón, en completo silencio y fingiendo su ausencia.
Un hombre sale a escena. Nadie ha comprado una sola entrada, la platea está vacía y sin embargo él decide actuar igual. ¿Es posible decir que hay teatralidad? ¿Qué diferencia existiría entonces entre un ensayo y una función? Una vez que se advierte, promediado ya el siglo XX, que sin alguien dispuesto a ser espectador que mire la escena no existe el hecho teatral se arriba de alguna manera al origen mismo del teatro que es, según su etimología, el lugar de la mirada, el lugar del espectador. El espacio y el rol se funden en una misma palabra proveniente del griego. En su nombre no está implícito el concepto de obra ni de espacio escénico, no hay referencias a la escenografía ni al vestuario, pero sí y de forma contundente a la mirada. Bastaría entonces con un actor o actriz y un espectador que se asuma como tal para que se produzca el hecho teatral.
El 2020 nos puso a prueba de una lista infinita de cosas. Los teatros entre otras muchas actividades cerraron sus puertas. Pasadas las primeras semanas de zozobra, la escena teatral porteña, a la vanguardia como siempre, sacó la pausa y duplicó la apuesta. Las propuestas virtuales se multiplicaron en poco tiempo. Incluso se estrenaron ¿obras? vía WhatsApp. Y entonces la pregunta que estaba en boxes emergió con una fuerza irrefrenable: ¿qué es el teatro? Pantalla de por medio, el teatro virtual, si es que acaso exista algo así, se acercó mucho al lenguaje audiovisual. Por momentos al cine, en otros a la televisión. A veces se emparentó con el radioteatro. Pareciera ser que el vivo es una condición ineludible del hecho teatral. Esa suerte de prueba sin red que estimula al espectador, que le da ese lugar de privilegio, de ser testigo de algo único.
Estamos de acuerdo en considerar a las artes escénicas como aquellas capaces de combinar el espacio y el tiempo. A diferencia de la música que es puro tiempo o de las artes visuales que son puro espacio. ¿Puede haber teatro sino se comparten estas dos premisas? ¿Puede ser el espacio virtual un espacio compartido? Y seguirá entonces en busca de su especificidad, esa que la distinga de las otras artes si es que acaso eso sea posible en el futuro que se avecina.