En aquel 2012 con los muchachos del trabajo, en una especie de redescubrimiento del vino, decidimos recorrer varias bodegas cuyanas. Entrabamos justos pero cómodos en el Focus blanco, dispuesto para la aventura. El trayecto fue tranquilo y en un abrir y cerrar de ojos estábamos catando y degustando exquisiteces.
Entre tantos vinos el cabernet Franc fue mi favorito, el que me deleitó. Al cabo de unos días nos creíamos sommeliers; hablábamos de ataque, taninos, guarda, reserva, equilibrio, retrogusto, acidez, juventud, madera, chocolate, pimienta, ciruela, tabaco y maridaje. Parecía que el vino del almacén de Coco pertenecía a otro mundo. Nos mirábamos con aprobación cada vez que un sorbo acariciaba nuestro paladar.
El primer incordio tuvo lugar cuando nos dijeron que no debíamos tragar el vino para así poder sentir plenamente los restantes elíxires. Nos negamos abruptamente a esa sugerencia criminal y nos chupamos hasta el agua de los floreros. Como no podía resultar de otro modo, a partir de la quinta copa ya todo era idéntico al vino de Don Coco. No obstante, y aún no entiendo por que razón, continuábamos con toda la parafernalia: rostros serios, sonrisas de complicidad, onomatopeyas de placer.
También nos habían sugerido que los quesitos y las galletitas que acompañaban los momentos eran para poder realizar el maridaje y facilitar el paso de una uva a otra. Todos entendimos el concepto cambiado, los quesos morían al instante y las galletas eran repuestas por el personal casi constantemente.
En este derrotero de excesos dimos con la bodega de los sueños. Simplemente mirarla impactaba; los cultivos ordenados bajo el sol radiante, la construcción de madera con hierro y esas montañas de fondo culminaban una obra de arte. Luego de un tour por sus instalaciones y de conocer cómo se elaboraba el mejor de sus vinos, accedimos al salón de ventas. Allí lo vi por primera vez, exhibido como la Venus de Milo o la Victoria de Samotracia; su presentación invitaba a la locura. Podíamos sentir la fuerza, pureza y particularidad de cada una de sus uvas, recolectadas manualmente en la altura. Era un blend; ochenta por cierto cabernet franc, diez por ciento malbec y diez por ciento merlot.
Se oyó una maldición cuando el encargado mencionó su valor. Martín prácticamente estaba desahuciado, insultando a los cuatro vientos a su empleador por el salario de mierda que percibía. Javier directamente vaticinó:
–Muy lindo todo, gente, los espero en el auto.
Con el Negro nos quedamos frente al mostrador, mirando y mirando. En un acto de arrojo pregunté si aceptaban tarjeta de crédito y en cuántas cuotas podía abonar la poción. El vendedor, con serenidad y paciencia, acorde a la frialdad y tonalidad de la sala, respondió que tenían hasta seis cuotas sin interés.
Fue una decisión difícil, pues implicaba mucho dinero. Diciendo que la vida es una y que ”no hay que dejar para mañana lo que se puede hacer hoy”, realicé la operación. El Negro me observaba atónito. Debo admitir que siempre que me mande una cagada el refrán que dije fue el mismo.
Mario se llamaba el vendedor a quien, después de hacerle quinientas preguntas, ya consideraba un amigo más. Cuando me entregó la botella, me felicitó y me dijo que le avisara si llegaba a volver.
Una semana más tarde regresamos a Lanús. En el mono ambiente en el que vivía encontré una ubicación excelsa para la nueva adquisición. A cada invitado le exhibía la botella, el momento era coronado con una imagen fotográfica y se descorchaba siempre otro vino. Seis largos meses tuvo lugar la secuencia. Nunca se dio el momento perfecto para descorchar y justificar el sacrificio, siempre faltaba algo. Por las noches me imaginaba la situación y me relamía.
El día de la primavera, ¡cómo olvidarlo!, nos fuimos de joda con el Negro al boliche local, habíamos decidido que nos la íbamos a pegar en la nuca. Regresamos a casa en curda y empezamos a joder con la botella prohibida, pero la noche terminó sin pena ni gloria, y transcurrió mansamente hasta las dos de la tarde del domingo. Nos levantamos resacosos y ahí estaba, desangrada y sin vida; en los vasos aún quedaban restos. Él se acordaba de todo, yo prácticamente de nada.
–¡Negro, la puta que te parió, te bajaste el vino!
–Si fuiste vos el que lo abrió, yo te dije que no, que había salido un huevo, que estabas mal del bocho.
–Dejate de joder, cómo me dejaste abrirlo, ni lo terminé de garpar. no me acuerdo nada, ¿estaba bueno?
–Estaba bien, tampoco para tanto. Lo que sí me pareció un poco mucho chuparlo en esos vasos de mierda y caliente. Yo le hubiera dado un golpe de frio.
-Te voy a matar.
–Sabés una cosa, jodete por boludo y por ratón. Le hubieras hecho caso al flaco que te lo vendió y esto no hubiera pasado. Siempre la misma pantomima y ahora te salió mal.
–¿Qué me había dicho el vendedor, payaso?
–Que no fueras rata y te lo tomaras al volver, porque si no te lo ibas a chupar en pedo.