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Un trazo en el aire. Por Santiago Featherston

Después de casi un año encerrado en casa, pendiente del número de infectados, muertos y curados, leyendo noticias de vacunas rusas, inglesas, declaraciones de un experto israelí que afirmaba que el virus se moría solo a los setenta días (falso, por supuesto), revelaciones de un médico francés con cara de mago del Señor de los Anillos que aseguraba tener la cura para el mal (también falso), y tanta información inútil en la que prefería no pensar mientras paseaba con su perro por las calles desiertas de la ciudad, con su campera escocesa y su barbijo blanco, con sus auriculares escuchando la música de Wim Mertens, el pianista belga que le había pasado su compañera del curso de filosofía (que había empezado algún día que podía ser ayer o veinte días atrás), después de todo eso, lo único que Franco Louner había aprendido era que el domingo es el sostén de la semana, de los meses, de los años.

Como siempre, mucho antes de que empezara cualquier investigación científica ya todo el mundo tenía su propia teoría de la aparición del virus; desde que era una represalia de la naturaleza por nuestra depredación, a echarle la culpa al gobierno de algún país lejano donde todo era sucio, feo y malo, pasando por distintas versiones conspirativas y la infaltable teoría punitivista de que el causal de todo era un chino que había decidido hervir un murciélago infectado en la sopa (si se escuchaba con atención, podía oírse el mensaje subliminal de estos últimos: «Alguien encuentre a ese chino y hágale algo que no quiero ver, decir ni saber, pero que le impida seguir viviendo»).

En cuanto a él, la causa ya había perdido cualquier relevancia y las consecuencias realidad. Su atención estaba más orientada a indagar en el por qué de esa sensación de que nada ocurría realmente, de que todo era igual desde que había empezado la cuarentena. Y lo que había descubierto era que el único día de la semana en que esa sensación de habitar una llanura larga y monocromática se volvía reconocible, familiar, era el domingo. Por esa razón, aún podía diferenciarse de los demás.

El martes podía fundirse o cambiar de lugar, el jueves podía parecer sábado, pero el domingo no podía dejar de ser domingo: de lo contrario, toda la estructura se venía abajo. El domingo era la piedra fundamental que mantenía en pie la arquitectura del tiempo. Así como nos ofrecían el sueño del porvenir para que aceptáramos los horarios, nos daban el domingo para que creyéramos en la captura de lo inapresable, para que conviniéramos en distinguir entre lunes, miércoles, sábado… Había un trato oculto, y era el mismo de siempre: un poco de verdad a cambio de un mundo de ficción.

Tal vez por eso le costaba recordar cuándo había surgido el intercambio con Laura Fardel, su compañera en el curso virtual y bimestral de filosofía que había empezado a partir de una publicidad en Instagram como quien decide comprar un salero que ilumina el plato al hacerlo funcionar, empezar una dieta cetogénica o anotarse en un taller de corte y confección.

Después de la clase virtual, compartida con otras cuatro personas y el profesor, ella le había enviado un correo electrónico que aludía a algo que él había dicho, algo que no recordaba con exactitud, aunque, como no tenía tantos pensamientos (de hecho, lo más común era que su mente estuviera en blanco, o, más que en blanco, trabajando en negro), debía ser una reformulación de lo que ocupaba su cabeza con mayor frecuencia en aquella época: el largo fideo con sabor a domingo en que se habían convertido los días, la construcción del tiempo.

«A veces siento que los años se apilan unos sobre otros —había escrito Laura—, de forma que si uno pudiera meter la mano hacia abajo podría tocar lo que estaba sintiendo justo un año atrás, cuatro o veinte».

Al final, compartía un video de un pianista belga que había descubierto hacía poco. Le gustaba, decía, que de a ratos se pusiera a cantar lo que tenía ganas, y que aquello que tenía ganas de cantar nunca tuviera palabras porque se formaba a partir de sonidos que inventaba en el momento, si es que podía decirse que inventara aquello que sentía. Le gustaba el rastro que los movimientos de su voz dejaban en el silencio, como un trazo que quedaba en el aire. Le gustaba seguir ese trazo mientras salía a caminar por las calles de Córdoba, donde vivía.

Y aunque para Franco la sorpresa de encontrar aquel mensaje en su bandeja de entrada no llegó a marcar un hito en la llanura semanal, sí que le dio un poco más de color; o al menos, si la llanura era blanca, apareció un poco de verde en el pasto y fue un alivio. Mientras caminaba por un terreno baldío y platense junto a Sánchez, su perro, con la correa en una mano y el celular en la otra, releyó la respuesta que había enviado la madrugada anterior.

Estaba acostado en su cama, con los ojos cerrados, pensando en el correo de Laura cuando recordó la teoría de los elementos. Se le había ocurrido unos días atrás, en el balcón de su departamento, encendiendo el fuego porque se le había antojado almorzar pollo a la parrilla; y mientras miraba arder los papeles de diarios y el canasto de verdulería que sostenía el carbón, se dio cuenta de que su memoria estaba recordando, y más aún, se dio cuenta de que cada vez que uno miraba el fuego, recordaba. Si ese era el efecto del fuego, se había preguntado, cuál sería el efecto de los demás elementos: del agua, la tierra, el aire.

Así se le ocurrió una teoría que envió a Laura después de levantarse de la cama, prender el velador, ir a la computadora, releer el último correo de ella y clickear en «Responder».



Querida Laura:

El otro día me colgué mirando el fuego y pensé esto:

El fuego conduce al pasado.

El agua conduce al presente.

La tierra, al futuro.

¿Y el aire? A sentir aquello que no vemos.

El presente es líquido y llega en oleadas. A veces se aleja, a veces nos arrastra y nos perdemos en él y olvidamos quiénes somos, dónde estamos y qué es lo que buscamos: por eso es tan falso decir que sólo debemos vivir en el presente. ¿Para qué tendríamos memoria e imaginación, si no es para recordar el pasado y concebir el futuro?

El agua es nuestro cuerpo. El fuego nuestra memoria. La tierra, nuestra imaginación. Y el aire aquello que nos emociona. No sé dónde leí que los antiguos creían en un quinto elemento que se encargaba de mantener todas las cosas unidas, pero creo que ese elemento se parece mucho a nuestra curiosidad.

Posdata: Este domingo voy a salir a la calle desierta con mi barbijo blanco y mi campera escocesa, me voy a poner unos auriculares gastados y negros en mis orejas sin adjetivos y voy a sacar a pasear a Sánchez mientras escucho a tu pianista belga. ¿A veces no sentís que, cuando les prestamos atención, en lugar de nosotros darle tiempo a las cosas, son las cosas las que nos dan tiempo a nosotros? Me gustaría saber adónde va ese tiempo que nos dan las cosas al mirarlas. Y me gustaría que me cuentes cosas de vos, Laura. Me gustaría conocerte un poco, pero no mucho, apenas el trazo que dejás en el aire.


El curso duraba dos meses y se daba martes y jueves. Dos horas frente a la pantalla de la computadora, con un recuadro pequeño para cada estudiante y uno más grande para el profesor. Franco sabía que era posible seleccionar un recuadro determinado, por ejemplo el de Laura Fardel, y agrandarlo hasta ocupar toda la pantalla. Pero la única vez que lo había intentado, pese a que en realidad estuviera viendo lo mismo que antes sólo que en tamaño más grande, se había sentido un vulgar profanador, alguien que no sabe apreciar el misterio, y se había apurado a cambiarlo. Además, donde fuera que estuviera Laura Fardel, ella mantenía el lugar a oscuras, y lo único que se veía era el brillo del monitor sobre su cara con los labios pintados de rojo (siempre los tenía pintados) y la taza blanca que cada tanto se llevaba a la boca.

Cada noche Franco revisaba unas treinta y ocho veces su bandeja de entrada. Suponía que la comunicación entre Laura y él sería siempre nocturna, y deseaba que siguiera siendo así, ya que había notado que de noche todo lo que hasta entonces parecía tan razonable se vuelve una superchería, y quien decide qué es real y qué no es la propia intuición. El primer mail de Laura había llegado apenas pasada la medianoche, y los de él salían volando de su casilla una o dos horas más tarde, a vuelta de correo.

Pero había llegado la última clase y Franco seguía el recuadro de Laura Fardel y se preguntaba por qué no habría respondido su correo. ¿Tendría cosas más importantes que hacer? Laura vivía en Córdoba, y allá la cuarentena no era tan estricta y los negocios estaban abiertos. Podía ir a una librería, a un bar, salir con amigos. Tal vez se había olvidado de él. Decidió ignorarla. Arrastró el cursor hacia el extremo derecho de su pantalla, de modo que Laura Fardel quedara fuera del campo de visión. «Ahí tenés —dijo sin que nadie pudiera oírlo—. Ya no te veo».

Al terminar, el profesor agradeció la participación, dijo que en dos semanas empezaría un nuevo curso, que sería una suerte de continuación del que acababan de finalizar y que quienes se anotaran tendrían un treinta por ciento de descuento en la matrícula.

Franco miró el recuadro de Laura Fardel, abrió una nueva pestaña y le escribió un mail al profesor.

Días más tarde, el Presidente y el Ministro de Salud anunciaron en conferencia de prensa que la vacuna contra el virus estaría lista en cuestión de meses. Para los oídos de Franco, esa frase sonó a: «¡Tierra a la vista!». El aislamiento llegaría a su fin, podría volver a sentarse en algún bar y leer contra una ventana, ir a ver alguna banda, volver de la verdulería y el supermercado sin tener que pasar por el angustioso proceso de desinfectarlo todo, y lo que quizá esperaba con mayor impaciencia, iba a poder caminar por la calle sin tener que usar el molesto barbijo que a las dos o tres cuadras le hacía transpirar la cara, o peor, empañarle los anteojos (le habían dicho que debía usar jabón blanco para que eso no sucediera, pero la única vez que lo intentó sólo consiguió ver menos que antes y una reacción alérgica en la nariz).

Antes de dormirse actualizó una última vez su bandeja de entrada y encontró la esperada respuesta de Laura Fardel.


Hoy leí que el orden del tiempo viene del orden del espacio, y sobre todo del de la semana. Pero el séptimo día no sería el último. Lo que quiero decir es que, en lugar de al final de la semana, el domingo estaría en el centro, que es el lugar de lo divino. Por eso es el día de la inmovilidad. Por eso el domingo es un día sagrado. En él reside la esencia del tiempo… Es parecido a lo que habías dicho en el curso hace unas clases, ¿no?

¿Qué puedo contarte de mí? No sé. Que me gustan las casas abandonadas, la ropa vieja y los estantes llenos de polvo. Y el silencio de los árboles. Y el vino tinto. Y las flores con olor.


Franco leyó el correo a toda velocidad, sonrió y apagó la luz. Dio un par de vueltas en la cama. Se acostó sobre el lado izquierdo. Recordó que era aconsejable no dormir del lado del corazón, dio un giro hacia el otro lado, mirando la pared. Cerró los ojos. Recordó el discurso del Presidente: pronto podría circular por cualquier lado. Y ese cualquier lado incluía la ciudad de Córdoba. Abrió los ojos. Prendió el velador, fue hasta la computadora, abrió su correo, hizo click en «Responder» y escribió:


Hace rato que si las circunstancias hubieran sido otras, yo me habría acercado a vos. Habría ido a Córdoba un día cualquiera y te habría encontrado en algún lugar, sola, con tus labios pintados y tu vestido viejo. Habría sido un día frío, y las ventanas estarían empañadas y despacio y sin mirarte, sin decir nada, mi mano habría recorrido todo el tiempo y el espacio que hasta entonces la separaba de tu cuello, y te hubiera rozado con el dorso de tres dedos el mentón, como si recorriera el filo de una navaja, para sentir tu piel fría. Y habrías temblado. Yo te hubiera mirado a los ojos y habría dado un paso adelante: una angustia y un ardor se habrían apoyado en tu pecho, y así hubieras sentido mi corazón.

(Es curioso, pero ahora siento que eso es lo que acaba de pasar.)

Releyó lo que había escrito y al final, debajo de todo, agregó:


Un poco de ficción a cambio de un mundo de verdad. Ese es el trato que me gustaría ofrecerte.


Cuando llegó el domingo, Franco se puso la campera, se calzó los auriculares y salió a pasear con Sánchez por las calles de la ciudad mientras escuchaba al pianista belga. Laura no había respondido el último correo, pero confiaba en que lo haría esa misma noche, o la siguiente. Era mejor pensar en otra cosa. En lo que había leído en el diario esa mañana, acerca de que pronto abrirían los bares; eso era más importante.

«Y hoy es domingo —dijo en voz alta mirando a Sánchez, que tiraba de la correa—. Hoy todo tiene sentido». Bajaron a la calle; sólo se veía algún auto subido a la cochera de una casa. «En realidad no es que los domingos todo esté más quieto, sino que las cosas se mueven más… naturalmente», dijo en voz alta y miró a su perro, que olfateaba el suelo y tiraba de la correa hacia un terreno baldío, donde levantó la pata y se puso a mear. Y Franco pensó: «Hace siete meses que no tengo una conversación real con una persona».

El martes fue la primera clase del nuevo curso de filosofía. Su tema era «La ruta del silencio: filosofía oriental frente al deseo occidental». Laura seguía sin responder, y a medida que la hora del final de la clase se acercaba y ni siquiera aparecía, él se esforzó por enojarse con ella para no sentir el poso de desilusión que había ido asentándose en su interior.

Esa noche, después de cenar y acostarse y apagar la luz del velador, fingió que revisaba su correo electrónico mecánicamente, y a la una de la madrugada encontró la respuesta de Laura Fardel en su bandeja de entrada.

Se incorporó en la cama, prendió el velador. Encontró las palabras de Laura, su disculpa por la demora en responder, su alegría por haber comenzado aquel intercambio, su necesidad de aclarar que estaba en pareja y que no se había anotado en el nuevo curso porque prefería dejar todo (¿a qué te referís con todo?, quiso decir Franco) ahí. Él leyó con atención; al llegar al final se quedó un rato mirando la pantalla, después borró el mensaje.

El domingo se puso su campera escocesa, se calzó los auriculares gastados y negros sobre sus orejas sin adjetivos y salió con Sánchez a pasear por las calles desiertas de la ciudad. Mientras caminaba, se preguntó adónde iría aquello que había imaginado con Laura Fardel, aquello que ya no conocería y sin embargo, de alguna manera, había delineado –sus ojos al sentarse frente a él en algún bar, sus manos–, los viajes imaginarios a Córdoba a visitarla y los lugares adonde irían juntos en La Plata cuando ella viniera. Fue borrando aquellas imágenes una por una, tal como había borrado el correo electrónico. Pensó que todo lo que edificamos con el pensamiento no son más que castillos en el aire que un buen día sopla, burlón, nuestro espíritu. Como era de esperarse, a las pocas cuadras se largó una lluvia torrencial y él no tenía paraguas ni capucha. Sánchez empezó a tirarse por cada uno de los charcos que pasaban, hasta que lo llevó al terreno baldío de siempre, se tiró al barro y empezó a rascarse. Él soltó la correa —no había nadie a la vista y Sánchez era un compañero fiel—, se bajó el barbijo, se sacó los auriculares y los dejó colgando de su cuello; sintió la lluvia en el pelo y la cara, miró la tierra bajo sus zapatillas azules, aspiró el aire fresco que parecía salir de su escondite en el pasto. Recordó el fuego, el color del fuego, su centro. Y en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, en algún lugar, en algún movimiento, hubo un trazo que dejó de ver y se perdió en el aire.

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