- Juan Pablo Trombetta
Una esperanza común.
De tarde en tarde, mientras recorría las calles de los barrios de inmigrantes de París o se detenía a mirar alguna estación de subtes, Jean Pierre Mouler-Mú se pasaba la mano por su peinado afro y soñaba con conocer a un jugador de fútbol en un vagón y casarse y mudarse con él. Pero no cualquier jugador de fútbol; ese jugador de fútbol debía ser colombiano. Y si eso no era posible, si era cierto que ya nadie se casaba, al menos dormirían juntos y desayunarían al día siguiente y compartirían la mañana; luego pasarían el día sin saber nada el uno del otro, y al anochecer volverían a encontrarse en el mismo vagón de tren, estableciendo, a partir de entonces, un acuerdo entre los dos que no haría falta expresar con palabras, un acuerdo cuyos términos quedarían signados por el entendimiento de sus miradas, la confusión de sus cabelleras y una esperanza común.
Por eso cada medianoche, donde fuera que se encontrase, Jean Pierre se acercaba a una estación y subía al primer tren que pasara.
Hacía el recorrido hasta el final, ida y vuelta.
Cada tanto alguien se le acercaba a preguntarle si vendía hachís, y Jean Pierre estiraba la mano abierta y decía:
–Vingt euros. –Y hacía entrega de un envoltorio de papel metálico. Sólo de a ratos, y apenas, giraba la cabeza para mirar por la ventanilla.
Cuando terminaba el recorrido, Jean Pierre tomaba un autobús o emprendía el regreso a pie, dependiendo de su estado de ánimo. Había dormido varias noches a la orilla del Sena, conocía la experiencia de hurgar una bolsa en busca de comida y que una rata le mordiera el dedo, y si en alguna esquina de Pigalle o Porte de La Chapelle alguien lo miraba de manera poco agradable o se burlaba de su aspecto, sabía qué hacer para que ese fisgón no volviera a molestarlo.
Una de esas noches, Jean Pierre estaba sentado hacia el fondo del vagón cuando notó que alguien apoyaba un bolso en el piso y se sentaba a su lado. Miró el bolso, que tenía el logo del París Saint-Germain, y se preguntó si pertenecería a algún trotamundos. Imaginó a uno de esos jugadores que viajan de país en país, quedándose una temporada para luego marcharse al próximo equipo, siempre de categoría levemente inferior, a la próxima estación en su espiral descendente hacia la liga amateur de Andorra o Guatemala, para acabar dedicándose al contrabando, el narcotráfico o el alcoholismo. Con disimulo, Jean Pierre se llevó una mano a la boca y exhaló: menta y eucalipto. Estaba decidido. Iría a verlo a canchas sin alambrado donde se pelearía con cualquiera que lo insultara, le llevaría cigarrillos y tarjetas telefónicas a la cárcel, o vendería armas junto a él, televisores chinos, heroína, mataría al jefe de la policía y a cualquiera que se interpusiera en su camino, moriría a su lado de cirrosis… Estaba dispuesto a todo. Por eso se quedó quieto.
De repente notó que su compañero de asiento se movía, que su respiración se acercaba despacio, y por fin escuchó cómo le susurraba al oído:
–¿Hasch? ¿Mary Jane?
Jean Pierre distendió los hombros, se llevó la mano al bolsillo del pantalón; sacó un envoltorio.
–Vingt euros.
Durante el tiempo en que el otro demoró en meter la mano en uno de los bolsillos de su propio pantalón, sacar un par de esposas, presentarse como el agente oficial Pollack y decir: «Tu es à moi!», Jean Pierre Mouler-Mú pensó que ya nada tenía importancia, que no había nada para él en ningún lugar. Que lo que había conocido era todo lo que había, y que nada de eso era suyo: que una rata enorme acababa de morderle el dedo mientras buscaba una última migaja entre los escombros.
El agente oficial Pollack aclaró que no estaba de civil porque estuviera siguiendo a Jean Pierre, quien más que un traficante de poca monta le parecía un joven desencantado, sino porque ya había terminado su turno. Le dijo que si no quería ir a prisión debía cambiar de oficio, o bien de aspecto y actitud. Y se lo llevó al patrullero. Pero antes de llegar a la comisaría, le preguntó cuántos envoltorios tenía. Jean Pierre dijo que siete. El agente oficial Pollack le pidió que le pasara seis, los juntó todos en un puño y los tiró por la ventanilla.
Tras un par de noches en el calabozo, el juez dejó salir a Jean Pierre en libertad, aceptando el argumento de su defensor oficial, quien adujo que, evidentemente, la cantidad encontrada era para consumo personal.
La rutina de Jean Pierre no se modificó. Caminaba por las calles más periféricas de París durante el día, y por la noche subía a cualquier tren y hacía el recorrido ida y vuelta. Pero ya no esperaba encontrar a ningún futbolista, y muchas veces ni siquiera les respondía a los que se acercaban a comprarle un poco de hachís.
Apenas se sorprendió una noche en que alguien le tocó el pelo y le preguntó si se acordaba de él. Jean Pierre miró el pantalón, reconoció el uniforme; alzó la vista. Claro que se acordaba del agente oficial Pollack, pero se guardó de decir nada. El agente oficial Pollack, que ese día estaba de uniforme, le dijo que tuviera cuidado y le dio un tirón a su peinado afro. Dijo que ya se había salvado una vez, y que él jamás daba a nadie una segunda oportunidad. Jean Pierre se encogió de hombros.
Ese fue el primero de varios encuentros; una vez cada dos o tres semanas, el agente oficial Pollack subía en el mismo tren que había tomado Jean Pierre. Con el tiempo, dejó de tirarle del pelo, de preguntarle si seguía en el negocio –aunque antes de eso, más de una vez lo obligó a ponerse de pie y le revisó los bolsillos (nunca se le ocurrió revisarle las zapatillas, o quizá sólo le revisaba los bolsillos por diversión)–. En uno de aquellos encuentros, el agente oficial Pollack fue a sentarse al lado de Jean Pierre. Le dijo que estaba cansado. Le contó que había tenido que perseguir a dos adolescentes que le habían querido robar las llaves de su patrullero; los había corrido diez cuadras y al alcanzarlos había visto el miedo en sus caras, y se asustó tanto de sí mismo que en lugar de llevarlos a la comisaría, quiso pedirles disculpas, pero no lo hizo; sólo recuperó las llaves y volvió caminando a su patrullero. Jean Pierre vio que tenía el pelo y la frente transpirados. El agente oficial Pollack le confesó que quería jubilarse, que todavía le faltaban cinco años de servicio, pero que ya tenía pensado lo que haría apenas los cumpliera.
Jean Pierre supo que el agente oficial Pollack estaba esperando que le preguntara cuál era su plan. Y sonrió, callado.
El agente oficial Pollack se levantó, apoyó una mano sobre el peinado afro de Jean Pierre y siguió su recorrido.
A partir de esa noche, cada vez que se cruzaban en algún vagón, el agente oficial Pollack iba y se quedaba un rato sentado junto a Jean Pierre.
Le contaba algún episodio que condensara la sensación que le había quedado al final del día, y Jean Pierre jamás le hacía preguntas, jamás le contaba nada de sí mismo. Pero de a poco empezó a escucharlo.
Al séptimo encuentro, el agente oficial Pollack invitó a Jean Pierre a tomar algo en un bar. Jean Pierre dudó; nunca antes había bajado del tren sin concretar el recorrido ida y vuelta hasta el final. Pero esos sueños, pensó, ya no despertaban ninguna esperanza en él; si seguía viajando no era por lo que pudiera llegar a ocurrir. Así que asintió y bajó en la estación siguiente junto al agente oficial Pollack.
Fueron al bar Chez Céline y se sentaron en la barra. El agente oficial Pollack pidió dos cervezas. Preguntó a Jean Pierre si quería comer algo, y ante la negativa pidió dos omelettes, por si cambiaba de opinión.
A la una y cuarenta y cuatro, Jean Pierre pensó que si lo veía algún conocido del barrio pensaría que se había convertido en un soplón, y si se corría la voz probablemente lo mandarían a matar. Así que levantó el vaso de cerveza y lo bajó de un trago.
El agente oficial Pollack pidió dos whiskies y le confesó a Jean Pierre que ya no disfrutaba su trabajo.
Cuatro whiskies más tarde, el agente oficial Pollack apoyó una mano en el pelo de Jean Pierre. Empezó a hablarle cada vez más cerca de la cara, y a las dos y treinta y cinco terminó murmurándole a la nariz.
Jean Pierre sintió el aliento del agente oficial Pollack: malta, cebada, algo indescifrable y resabios de menta. Tomó un trago de whisky.
El agente oficial Pollack miró a Jean Pierre a los ojos, le sonrió y le preguntó si usaba algún producto para el pelo.
A las dos y cuarenta y dos, Jean Pierre dijo que iba al baño.
A las dos y cuarenta y tres, Jean Pierre sintió que alguien golpeaba la puerta del reservado: era, por supuesto, el agente oficial Pollack, que apenas Jean Pierre abrió la puerta la trabó con el pie izquierdo.
A las tres y dos minutos Jean Pierre salió del reservado, se lavó la cara, hizo un buche y volvió a la barra. A las tres y cinco lo siguió el agente oficial Pollack.
A las tres y cuarto, un whisky más tarde, Jean Pierre le contó al agente oficial Pollack la historia de Radamel.
Jean Pierre Mouler-Mú había crecido en la comuna de Saint-Denis junto a su madre, Fatoumata Mouler-Mú. Nunca supo quién era su padre. Fatoumata había llegado embarazada de Senegal. Pronto consiguieron un lugar para vivir, un departamento de dos ambientes en un edificio lleno de ventanas con ropa puesta a secar, de ascensores que no funcionaban y pasillos grafiteados, de vecinos de distintos rincones del mundo. Fatoumata y su hijo compartían piso con muchas familias, y una de ellas eran los Gonima, venidos de Colombia; Fatoumata pasaba el día en la cocina de un restaurante de comida étnica, cocinando y limpiando, y en el lavadero del edificio, donde lavaba ropa blanca para hoteles sin estrellas. Jean Pierre asistía al colegio local, y por las tardes se sentaba en un banco frente al descampado que había detrás del edificio. Como era de los pocos que iban al colegio, y de los pocos que hablaban francés, no tenía amigos en el barrio. En el descampado se reunían a jugar al fútbol muchos chicos del edificio. Entre ellos se encontraban los hermanos Gonima: Juan David, Samuel Orlando y el más pequeño, Radamel, que tenía la misma edad que Jean Pierre. Una tarde en que les faltaba uno, Juan David Gonima se acercó hasta el banco y le dijo a Jean Pierre, en una mezcla de español y francés, algo así como espancés o francañol, si quería sumarse al partido.
Desde entonces empezó a jugar siempre. Y al terminar de jugar, los Gonima lo invitaban a su departamento a comer el «alguito», como ellos llamaban a la merienda. La madre de los Gonima, Luz Marina, que no entendía una palabra de francés, les preparaba jugo y pan con chocolate o queso. «Nada se tiene, nada se pierde, todo se encuentra y las migajas se comen», decía Luz Marina al cortar el pan. El padre, Rogoberto Gonima, era vigilante en una estación del metro, en el turno tarde, y volvía para la cena.
Cuando Rogoberto les consiguió un trabajo a Juan David y Samuel Orlando, de repartidores en un restaurante, Radamel y Jean Pierre empezaron a pasar casi todas las tardes juntos.
Después de jugar al fútbol, subían a la terraza del edificio y hablaban sobre lo que harían cuando fueran grandes. Radamel soñaba con jugar de delantero en el París Saint–Germain, Jean Pierre con ser dueño de un hotel dos estrellas junto a su madre (una estrella para cada uno) y encargarse de la peluquería. Desde chico se cortaba el pelo él solo, y pronto empezó a cortar también el de su madre.
El agente oficial Pollack interrumpió el relato para acariciarle el lóbulo de la oreja.
Jean Pierre esperó a que retirara la mano. Después siguió contando.
Habló de la tarde en que Radamel le dijo que habían despedido a su padre del trabajo, y que se volverían a Colombia; que sus hermanos mayores extrañaban a sus amigos, pero él no, porque no los recordaba. Habló de cómo pasaron la última tarde juntos, en la terraza del edificio, con Radamel sentado en una silla, con una toalla cubriéndole los hombros, un balde con agua fría a un costado y Jean Pierre parado detrás, tijeras en el bolsillo y champú en la mano, enjuagándole la cabeza antes de cortarle el pelo. Habló del pelo de Radamel, lacio, morocho. De la sensación al tocar el cuero cabelludo. Habló de los peinados que le hizo con el champú antes de enjuagarlo, y de Radamel pidiéndole verse en el espejo. Habló de la risa de Radamel. Pero no habló de cómo la risa de Radamel fue apagándose mientras se miraban en el espejo, cada vez más serios, de cómo él estiró el brazo y pasó la mano por debajo de la remera húmeda de Radamel; no habló de cómo Radamel se levantó y le dio un beso y lo empujó y salió corriendo, con la cabeza llena de champú y tres antenas de pelo para los costados. Habló de un sueño que a veces tenía, en que se encontraba a Radamel bajo un puente del Sena y no lo reconocía, y él quería saludarlo, decirle algo, pero no tenía voz, y entonces Radamel se alejaba caminando con su bolso al hombro, y él se despertaba y en lugar de intentar hablar para cerciorarse de que había sido un sueño y aún tenía voz, se quedaba mirando el techo en silencio, se quedaba bajo aquel puente del Sena.
Esa noche durmieron en casa del agente oficial Pollack. Antes de dormirse, Jean Pierre pidió un par de tijeras y cortó el pelo ensortijado del agente oficial Pollack. Un poco nada más, para darle forma.
Al otro día, Jean Pierre encontró una nota en la mesa de luz al despertar, donde el agente oficial Pollack le pedía disculpas por haber tenido que salir a trabajar, y le decía que había dejado una taza de café en el microondas y un vaso de jugo de naranja en la heladera, junto a una taza con cereales y leche. Agregaba que no hacía falta llave para salir. Y firmaba: «Hotel 2 estrellas Pollack».
Fue un día más en la vida de Jean Pierre, con la única diferencia de que, en un momento de la tarde, se detuvo en el puesto de un conocido del barrio y compró una camiseta de segunda de la selección colombiana de fútbol.
Como siempre, antes del anochecer subió al tren que tuvo más cerca. Como siempre, no pagó el boleto: desde muy chico había aprendido que nadie paga el boleto en los metros de París.
Llevaba vendidos dos envoltorios de hachís cuando vio que el tren se detenía en una estación y que a punto de subir, parado en el andén, estaba el agente oficial Pollack.
Cuatro estaciones más tarde, bajaron para ir a Chez Cèline.
Tomaron vino.
Esta vez invitó Jean Pierre.
Alrededor de las dos de la mañana salieron del bar y empezaron a caminar hacia lo del agente oficial Pollack. Jean Pierre llevaba la camiseta de Colombia escondida, hecha un bollo en la bolsa blanca que le habían dado al comprarla, y se preguntaba si dársela al agente oficial Pollack o no; después de lo que le había contado la otra noche, no sabía si él apreciaría el gesto o se pondría celoso, o tal vez se asustaría. Es mejor esperar, se dijo Jean Pierre. O no, pensó, no, no es mejor esperar, es mejor no esperar, es mejor ahora, se dijo, y sintió cómo el pulso se le aceleraba y el calor le subía a la cabeza mientras detenía al agente oficial Pollack y sacaba la camiseta del bolso y se la entregaba.
El agente oficial Pollack se quedó mirando la camiseta, luego a Jean Pierre. Por fin dijo que siempre había sido un poco esquizofrénico, pero que nunca podría llamarse Radamel, y menos aún jugar bien al fútbol.
Cuando Jean Pierre quiso explicar que no se trataba de eso, el agente oficial Pollack le apoyó un dedo en la boca, negó con un ligero movimiento del cuello y lo tomó del brazo.
Y mientras caminaban, casi fuera de su campo visual, Jean Pierre notó que alguien cruzaba la calle; le llamó la atención que tuviera, o pareciera tener, un brazo en alto. Pero antes de que pudiera darse vuelta y ver de qué se trataba, oyó el disparo y el agente oficial Pollack cayó de espaldas en la vereda.
Jean Pierre reconoció al tirador: era un viejo conocido del barrio, empleado de su proveedor. Pero no salió tras él. Buscó la herida en el agente oficial Pollack y trató desesperadamente de detener la circulación de la sangre; como no tenía otra cosa a mano, usó la camiseta de Colombia.
Presionó con toda su fuerza.
Un policía apareció corriendo y le dijo que se alejara de su compañero.
Jean Pierre intentó explicar lo que había ocurrido, intentó decir que no podía soltarlo. Pero cuando quiso hablar no salió ningún sonido de su boca.
El policía no repitió la orden: bastante extraño había sido que no disparara de entrada.
El peinado afro de Jean Pierre quedó a un paso del pelo ensortijado del agente oficial Pollack.
Luego el agente oficial Pollack fue subido a una camilla. Y Jean Pierre, tirado en la vereda, vio cómo subían al agente oficial Pollack a la ambulancia, con la camiseta de Colombia alrededor de su herida, y supo que esta vez, aunque fuera esta única vez, había rescatado una migaja de los escombros; sí, esta vez había sido más rápido.
Lo último que oyó fue la sirena de la ambulancia al arrancar. Lo último que vio, tal vez, fue un puente junto al Sena, la peluquería de un hotel dos estrellas, un edificio con ropa puesta a secar en cada ventana, un banco frente a un descampado, el vagón de un tren alejándose, un peinado con antenas y champú y el sonido blanco de una carcajada antes de apagarse.