primer acto
Como todos los segundos viernes a la noche de cada mes, los cinco payasos se habían reunido en el galpón del Sindicato de Payasos de Ringuelet. Se trataba de una fábrica abandonada —así ahorraban el pago de un alquiler— donde había perros y cada tanto algún vagabundo se quedaba a dormir. A los payasos no parecía molestarles la compañía; por el contrario, hacían una fogata dentro de alguno de los barriles que había en la fábrica abandonada y se reunían alrededor para calentarse las manos, comer y tomar vino.
Era costumbre que después de cenar, reunidos alrededor del barril, todos compartieran anécdotas de su profesión y también, eventualmente y cuando ya empezaba a escasear el vino, alguna historia antes de volver a sus casas o, en su defecto, quedarse dormidos hasta la mañana siguiente.
Ese viernes no tenía nada de distinto, y a eso de las nueve de la noche, cuando los payasos llegaron y encontraron a un vagabundo que dormía junto a dos o tres perros en una esquina, le dejaron un paquete abierto de chizitos húmedos y se dispusieron a preparar todo para la cena, el fuego y el vino. Después de cenar se pusieron a hablar de lo mal que les estaba yendo últimamente, de lo difícil que se estaba haciendo dedicarse con exclusividad a esa actividad que los apasionaba, se preguntaron sobre posibles trabajos alternativos, recordaron viejos tiempos, se emborracharon. Entonces uno de ellos dijo que tenía una historia para esa noche.
Escuchen, dijo. Y empezó:
—Había una vez dos enanos que eran muy enanos, tanto que cada uno medía setenta centímetros. Uno se llamaba Mugre y el otro Mugriento. Y vivían en el bosque, en una casa tan, tan pequeña que parecía un champiñón.
—¿Un champiñón? —dijo uno.
—Un champiñón —confirmó el que contaba—, y les voy a pedir que no me interrumpan hasta el final.
Siguió contando:
—Un día que salieron Mugre y Mugriento a juntar palitos para hacer una fogata, descubrieron en su escondite, donde guardaban las ramas para hacer el fuego, a un conejo bebé que trataba de salir pero sin conseguir un buen resultado. Entonces Mugre tomó al conejito en sus manos y pudo observar que era blanco y tenía manchas blancas y marrones.
—¡Blanco con manchas blancas! ¡No puede ser! —gritó uno de los payasos.
—Por favor, déjenme terminar. El conejito era blanco y tenía manchas blancuzcas, medio grisáceas, y otras un poco marrones. Es decir, era tricolor, lo que significa que era hembra.
»Al ver que estaba sola y que no tenía familia, decidieron llevarla a su casa-champiñón y le dieron de comer.
»Después le hicieron una cama y la acostaron, porque ya anochecía.
»Al día siguiente, Mugriento fue a despertarla y descubrió que la coneja bebé no estaba, y que en su lugar había una nota que decía: “Les agradezco mucho todo lo que hicieron por mí, pero mi madre había salido de compras y al no verme se debe haber asustado. Pronto los vendré a visitar y a presentarles a madre y padre. Gracias, Lulú.” “Desagradecida” pensó Mugriento, y fue rápido a contarle a su hermano. Pero Mugre recordó que estaban en temporada de caza de conejos, y entonces los dos hermanos tuvieron miedo de que algún cazador hubiera atrapado a Lulú: “Tenemos que encontrarla” dijeron. Desayunaron rápidamente, se vistieron y salieron a buscarla, pero no estaba por ningún lado. Revisaron dentro de un árbol, entre los arbustos de frutas silvestres, en la cueva del oso, en la madriguera de la zarigüeya, e incluso en la madriguera de los conejos. Empezó a anochecer y seguían sin encontrar ni rastros de Lulú.
»Se levantaron temprano al día siguiente, ya que debían seguir buscándola. En eso estaban cuando oyeron que alguien tocaba la puerta y, ¡sorpresa! En la puerta estaba Lulú con sus padres. “Muchas gracias por todo” dijo Lulú. “Les compramos un pequeño presente” dijeron los padres, y les dieron una caja llena de frutos del bosque y zanahorias. Y en respuesta, los hermanos dijeron que harían una gran fiesta. Fin.
—Es muy larga y anticuada al pedo —dijo uno.
—No entiendo. ¿Cómo hacían para entrar los tres conejos en la casa-champiñón?
—¿Cuál es la moraleja? —intervino otro—, ¿si hacés las cosas bien te dan una recompensa? Qué porquería.
—No interpretemos, chicos —saltó otro payaso.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el que había hablado antes.
—Pero esa historia es muy larga y anticuada —volvió a decir el primero.
—Sí, una más real —dijo el de la moraleja.
—¿Más real? —preguntó el que había contado la historia.
—Sí, un poco más real —dijo el que no quería interpretar.
—¡Y más corta! —pidió el primero.
—Yo tengo una así —dijo el vagabundo, que de a poco se había ido acercando al círculo de payasos alrededor del barril—. Escuchen:
»En una hermosa noche de verano, el hechicero de la tribu robó el bastón del cacique.
—¡Pero de cuándo es esta historia, viejo! —se quejó el payaso de la moraleja.
—¡Esto es de hace mil años, y encima no es real! —se sumó el que no quería interpretar.
—¿Qué se piensan ustedes? —dijo el vagabundo—. ¿Que ya no hay más tribus? Déjense de joder y escuchen.
Y volvió a empezar:
—En una hermosa noche de verano, el hechicero de la tribu robó el bastón del cacique. Al otro día hubo una gran búsqueda, y se dijo que el que tuviera el bastón sería quemado en la hoguera. Después de una semana notaron que pasaba algo raro cerca del lago: todos los mapaches y animales habían sido esclavizados con el poderoso bastón, y cada vez que alguien quería acercarse al lago era escupido y cascoteado por los mapaches y los animales. En ese momento el cacique se dio cuenta de que el único que sabía usar el bastón, además de él, era el hechicero. Cómo no me di cuenta antes, pensó el cacique, y se metió un pedazo de tierra en la boca, que era lo que se hacía en esa tribu cuando alguno se daba cuenta de que se había equivocado mucho: morder el polvo.
»Buscaron durante meses, hasta que un día, sin que nadie la viera, la hija del cacique fue a bañarse al lago y se encontró con el único pez que no era esclavo, y el pez le dijo: “Ayudáme, chabona, toda mi familia está hechizada.” “Pero ¿dónde está el hechicero?” dijo ella. “En la montaña, o eso me dijo una gaviota que se creyó que yo era un pato feo; ese es el problema con las gaviotas, se creen cualquier cosa” dijo el pez. “Hay que cruzar el lago” dijo la indiecita. “Sí, pero no te preocupes, todos los demás están durmiendo” dijo el pez. La hija del cacique, apurada, fue en canoa por el lago plateado como la más lustrada de las cucharas. Cuando llegó a la otra orilla encontró al hechicero y tuvo que pelear con él. Pero en un forcejeo, sin querer rompió el bastón. El hechicero aprovechó para huir corriendo, y ella volvió apenada al lago. Subió a la canoa, y mientras remaba vio que se acercaban todos los animales. Y vio que empezaban a rodearla. Y la miraban. Ella pensó que ahora la atacarían, y se dijo: “Bueno, tal vez no sea tan mal destino naufragar en el mismo lago donde alguna vez aprendí a nadar.” Pero en ese momento vio un pez al costado de la canoa. Lo reconoció, era el mismo de antes. Y el pez le dijo: “Gracias, loca, nos re salvaste.” Y la indiecita vio que ningún animal quería hundir su canoa, sino que por el contrario la impulsaban y dirigían hacia la costa: así fue como todos los animales y los mapaches, que se creían distintos del resto, quedaron libres. Así fue como el hechizo se rompió junto con el bastón. Desde entonces la indiecita fue muy bien tratada por todos, especialmente por los peces, que le traían piedras de colores del fondo del lago, y por las gaviotas, que cada vez que la veían le hacían una reverencia porque un pato feo les había hecho creer que ella era la nueva hechicera del pueblo. Fin.
—Hermano —dijo el payaso que había contado la historia anterior, poniéndole una mano en el hombro al vagabundo—, qué pedazo de cuento.
—Actual y antiguo al mismo tiempo, va como trompada. ¡Y encima es cortito! —dijo el de la moraleja.
—Yo me enamoré de la indiecita —dijo el que no quería interpretar.
Los otros dos payasos se habían quedado dormidos.
—Creo que me voy a echar un rato yo también —dijo el que había contado la primera historia.
—Yo también —dijo el de la moraleja—, un rato nomás.
—Y bueno, ya que insisten —dijo el que no había querido interpretar.
Y así fue como todos se acostaron a dormir al calor del barril. Todos, menos el vagabundo, que se quedó masajeándose las manos y tomando el vino que quedaba.
Cuando los cinco payasos roncaban, el vagabundo se acercó a cada uno, asegurándose de que durmieran, y empezó a revisarles los bolsillos.
—Bueno, no es poco —dijo cuando terminó de revisarlos a todos—. Para un vermú alcanza.
segundo acto
El vagabundo entró al bar y fue directo a la barra. Apoyó los codos sin dejar de mirar la madera lustrada de la barra.
—¿Qué querés? ¿Lo de siempre? —preguntó el barman.
—Eso quiero —dijo el vagabundo, y señaló el techo haciéndose el extravagante.
El barman sacó un vaso y preparó un Cinzano Rosso, que apoyó delante del vagabundo junto a un canasto con maní pelado y salado y un cenicero.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó el barman.
—Ahí —respondió el vagabundo—, tirando. Es cada vez más difícil esto de contar historias.
—Pero te va bien, porque estás acá, ¿o no estás tomando un vermú?
—Con la plata que saqué de sus bolsillos.
—Sí. ¿Qué más querés?
—Se me ocurren tantas cosas…
—Para qué, si al final a vos no hay nada que te venga bien… —dijo el barman, y se puso a refregar una copa sucia.
—Sí —se paró el vagabundo—, este vermú.
—Salud, entonces —dijo el barman.
—¿Una bala? —dijo el vagabundo.
—¿Qué?
—Una bala.
—¿Una bala?
—¡Salud! —festejó su burla el vagabundo, levantando el vaso. Tomó un trago y dijo—: ¿Querés que te cuente un cuento?
—Si no te molesta que escuche mientras sirvo.
—Para nada. Eso sí, es una historia infantil.
—Mis preferidas —dijo el barman mientras se alejaba a una punta de la barra para atender a una señora de blusa azul.
El vagabundo contó la historia que había escuchado esa noche, la de los dos enanos y el bebé conejo. Llegó hasta la parte en que la coneja Lulú era buscada por los dos enanos cuando lo interrumpió la señora de blusa azul:
—¡Yo conozco esa historia! —protestó ella.
—Imposible —dijo el vagabundo, que por precaución había cambiado todos los nombres—, se confunde, señora.
—Esa historia la escribió mi hijo. Y la perdí por error dentro de un libro de hierbas y plantas que tuve que empeñar en una librería de usados de San Telmo, hace tres años ya.
—Señora, ¿no es posible que se trate de una historia conocida, de un clásico tal vez? —trató de mediar el barman.
—No, camarero.
El barman murmuró:
—Yo no soy camarero, soy barman.
Pero la señora de blusa azul siguió diciendo:
—Esa historia la inventó mi hijo junto a mi exmarido, que en paz gente como usted no le permite descansar, y yo misma los ayudé a encontrar un final adecuado y a ilustrarla con fibras de colores en una hoja rayada. —La señora de blusa azul miró al vagabundo. —Usted le roba a los niños.
El vagabundo intentó una disculpa:
—Le pido disculpas, señora, yo no sabía…
—Nada de disculpas, sinvergüenza. Usted no me conoce. Lo único que quisiera es recuperar ese cuento escrito por mi hijo y mi exmarido, ilustrado por los tres, ya que fue la última voluntad de Raúl ser enterrado con ella.
—Pero ¿cuándo murió Raúl, señora? —dijo el barman.
—Eso no es de su incumbencia, camarero —dijo la señora de blusa azul, y el barman la miró con odio y no volvió a hablar—. Señor. —La señora tomó del brazo al vagabundo—. Quiero que me devuelva la historia de mi hijo.
—No la tengo.
—Pues téngala.
—No sé si pueda…
—Si la consigue le pago su peso en oro.
—Tengo una idea mejor —respondió el vagabundo, que no en vano llevaba tanto tiempo estafando inocentes—. Se la consigo a cambio de una fiesta en honor de su exmarido, Raúl, en la que vamos a actuar mis amigos y yo. Y además nos va a contratar para cada aniversario de la muerte de su esposo o del nacimiento de su hijo, lo que usted prefiera celebrar.
—Si usted me trae ese cuento, ese mismo cuento en esa misma hoja ilustrada, tiene un trato.
—Trato —dijo el vagabundo, que apuró el vaso y salió del bar.
tercer acto
Los payasos seguían durmiendo. El vagabundo entró agitado, golpeó el barril. El fuego en su interior estaba apagado, así que lo tiró al piso. Pero los payasos siguieron durmiendo.
—Mierda —dijo el vagabundo.
Empezó a gritar, zapatear y hasta zamarreó a cada payaso. Pero nada. Empezó a pegarles patadas en los brazos, las piernas y hasta en el estómago. Era inútil.
—Bueno. Tranquilo —se dijo a sí mismo—. Me tiro acá a un costado y mañana cuando se levanten les cuento el plan. Me acuesto acá entre medio, así ni bien se levante alguno me despierto.
Cuando el vagabundo se despertó, los payasos habían desaparecido.
cuarto acto
El vagabundo entró al bar y le contó al barman su fracaso.
—No te preocupes. Mientras traigas al menos una moneda —dijo el barman, suponiendo que el vagabundo entendía el sentido figurado—, acá siempre vas a poder venir a tomar un vermú y pasar la noche.
El vagabundo asintió y siguió quejándose:
—No los voy a encontrar más. Pensé que todos íbamos a conseguir algo, los payasos, la vieja, yo. Hasta vos, porque te hubiera pagado lo que te debo. O una parte, al menos. Pero ya está, no tiene sentido.
—No tengas lástima de vos mismo —lo retó el barman.
—Calláte, camarero.
—¿Por qué no contás esta historia? —sugirió el barman.
—¿A cuál te referís?
—A la que está pasando ahora mismo, esta historia: todo lo que te pasó esta noche, con los payasos, la señora de blusa azul, todo eso.
—No sé ni cómo termina —lloriqueó el vagabundo—, y ya estoy harto de contar historias. Además, no tengo un peso. Nadie te paga ni diez centavos por una historia y tengo que andar robándoles sin que se den cuenta. Vivir es fácil pero no te dejan, decía un amigo.
—¿Qué amigo?
—Uno que murió en la cárcel. O en un manicomio. O abajo de un puente, da igual. Qué importa. ¿No te das cuenta? Dame un vermú que la vida es nada.
—Por ahí esto te sirve —dijo el barman, y le pasó una servilleta doblada que sacó de debajo de la barra.
El vagabundo desdobló la servilleta y leyó: FIN.
—¿Y esto?
—Te lo dejó la señora de blusa azul —dijo el barman—. Ahí tenés tu final.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—Y yo qué sé, vos sos el que cuenta las historias.
El vagabundo se quedó pensando, tomó otro trago más. De repente, con el puño cerrado golpeó con fuerza la barra, haciendo dar un pequeño salto a su vaso.
—Vieja mentirosa —dijo—. Así que no va a volver. Me quiso estafar. A mí. Que le robaba a los niños, yo. Seguro que ahora está llevando la historia de los enanos a alguna editorial. Y se la van a publicar, encima se la van a publicar, ya la veo, con esas ilustraciones de personas con cabezas de animales. Yo le voy a enseñar lo que hago con su final. Pasáme tabaco, camarero.
El barman le pasó un puñado de tabaco suelto que guardaba debajo de la barra; el vagabundo lo volcó en la servilleta y armó un cigarrillo.
—¿Tenés fuego?
El barman, que estaba pasando el trapo húmedo por la barra, movió la cabeza de lado a lado en señal de negación.
El vagabundo se guardó la servilleta enrollada con tabaco y salió del bar.
quinto acto
Otro viernes en el Sindicato de Payasos de Ringuelet; caen goteras del techo de la fábrica abandonada. Afuera llueve y se escucha la lluvia golpear contra el techo de chapa.
Los cinco payasos están alrededor del barril, calentándose las manos.
—¿Alguno tiene una historia para hoy? —dice uno.
—Hace frío para estar en silencio —interviene otro.
—¿Alguno sabe alguna? —dice un tercero.
—Yo no —dice un cuarto.
—Yo tampoco —dice el quinto.
Ninguno tiene una historia para pasar la noche.
—Tiremos una moneda —propone uno.
—Pero somos cinco.
—Tiremos cinco monedas al mismo tiempo.
—Pero eso no tiene sentido.
—¿No hay un vagabundo por ahí? —grita uno.
Se oye un ronquido.
—Acá está, el mismo del otro día.
—¿Lo despertamos?
—Y sí, que nos cuente una historia.
—Déjenlo dormir, pobre hombre.
Uno de los payasos se acerca y lo cubre con una manta.
Otro le deja un paquete de chizitos húmedos.
Y así, cada uno le va dejando algo: una botella de vino por la mitad, una nariz de payaso, una moneda.
—¿Y ahora qué hacemos?
—No sé.
—No se me ocurre nada.
—A mí tampoco.
—Volvamos a casa.
—¿Así como estamos?
—¿Adónde?
—Ya es tarde.
Los cinco payasos se miran entre sí.
Uno de ellos se adelanta y abre la puerta. El ruido de la lluvia se hace más intenso, el aire más fresco. Los otros empiezan a moverse, pero el que había propuesto tirar las cinco monedas al mismo tiempo se queda frente al barril.
—Ya voy —avisa a los demás. Da la espalda al fuego, simula tirar una moneda imaginaria hacia atrás, como quien pide un deseo a la Fontana di Trevi. Y sale.
El vagabundo se despierta un par de horas más tarde, detrás de unos barriles al fondo de la fábrica. Se saca la camisa y la camiseta que tenía debajo, en la cual envuelve todo lo que le dejaron los payasos menos el vino, que se toma de un trago, y la moneda, que se guarda en el bolsillo; después se vuelve a poner la camisa. Se acerca al barril encendido, trata de moverlo pero está demasiado caliente. Se asoma al fuego y saca la servilleta con tabaco, que tiene que volver a pegar con saliva ya que se desarmó; del lado de afuera puede verse el trazo azul del mensaje de la señora de blusa azul.
—Ahora sí —dice el vagabundo después de acercar la servilleta enrollada al fuego del barril, y echa el humo del final por su nariz.
Después saca la moneda de su bolsillo.
Podría pedir un deseo, piensa.
Fácil, se dice y sonríe: «Un vermú, camarero».
Y vuelve a guardar la moneda antes de salir a la lluvia.
quinto acto y medio
El vagabundo se sienta en la barra. En el otro extremo, la señora de blusa azul. Ahora está con un chico, que no aparenta más de diez años de edad ni diez kilos de peso, de piel casi translúcida y con un par de paletas gigantes. El chico le está contando algo, casi a los gritos, a la señora de blusa azul, mientras ella, por lo bajo, le pide que se calle.
—A la primera se la dejamos pasar, a la segunda pará, a la tercera lo cagamos a palos —dice el chico.
La señora de blusa azul le dice algo por lo bajo.
—¡El profesor no comprende! Nada hace. Primer grado: mal; segundo: peor; tercero: muuuy mal; cuarto: basta.
—Bueno, Nahuel, no grites. Tranquilizáte. ¿Por qué no hablan con él?
—Hablar no sirve, de nada sirve hablar.
—Pero ¿qué es lo que les hace el chico?
—Viene y nos dice “hijos de puta”. ¡Sin razón! ¿Así que nos dice hijos de puta? Vamos a ser hijos de puta, lo vamos a cagar a palos.
—Bueno, yo no sé qué más hacer con este chico —dice por fin la señora de blusa azul, mirando al barman—. Por favor, camarero, sírvame un dry martini.
El barman está a punto de responder algo, pero se contiene al ver al chico y busca una copa para hacer el trago.
El vagabundo, atento a la escena anterior, saluda al chico.
—¿Nahuel te llamás?
—Sí —dice el chico.
—Ah, usted —dice la señora de blusa azul—. ¿Leyó mi mensaje? Espero lo haya comprendido bien. Le decía que no se preocupe: ya recuperé la hoja del cuento con las ilustraciones. Estaba en la casa de un compañerito de Nahuel. Hijo de un payaso, ¿puede creer? Todavía existen.
—Pero usted es una maestra en el arte de la elipsis, señora.
—No sea impertinente. Muchas gracias, camarero —dice la señora de blusa azul al recibir su trago—. Dígame, ¿hace mucho trabaja usted aquí?
El barman y la señora de blusa azul empiezan a hablar.
—Vení, Nahuel —lo llama el vagabundo—, tengo algo para vos.
El vagabundo saca los chizitos húmedos.
—¿Querés uno?
Nahuel se acerca. Saca varios chizitos del paquete y se los mete en la boca.
—Me gusta tu manera de pensar —le dice el vagabundo, que empieza a mirar a Nahuel con interés—. Hagamos un trato. Yo te cuento una historia y vos me contás qué pasa con el chico ese del colegio, ¿cómo se llama?
—Julio.
—Con Julio. Pero desde el principio. Y con detalles.
—Vos primero —dice Nahuel, y saca otro puñado de chizitos húmedos.
—Bueno —dice el vagabundo, y le cuenta la historia del hechicero y la indiecita, tal como cuenta siempre sus historias: concentrado, la vista al frente y perdida en algún lugar cerca del techo—. Fin —dice bastante más tarde, porque cada vez que contaba una historia al vagabundo le gustaba seguir algún desvío, improvisar un poco, sumar algún personaje secundario a modo de homenaje o capricho. Se da vuelta—. ¿Te dormiste?
Nahuel está apoyado sobre la barra con la boca abierta y teñida de amarillo, las dos paletas al aire, restos de chizitos en la comisura de la boca, la remera y las manos, profundamente dormido.
—¿Lo vio, señora? ¿Vio lo que me hizo?
La señora de blusa azul no le presta atención y apoya una mano sobre el cuello de la camisa del barman, que parece incómodo.
El vagabundo deja la moneda y se aleja murmurando:
—Que yo le robo a los niños —se queja—. ¡Ellos me roban a mí!
El vagabundo sale a buscar nuevas víctimas.
La señora de blusa azul besa al barman.
Nahuel sueña.
Y esta historia lanzada al igual que una moneda imaginaria hacia un barril ardiente llega a su
FIN